Fecha: 10 de septiembre de 2023

Estimadas y estimados. Cuántas veces no hemos escuchado en cualquier circunstancia expresiones como la de «hablando se entiende la gente», que siempre es necesario «un diálogo constructivo» para arreglar las diferencias entre personas o que «de este tema deberemos hablar porque no nos entendemos». Alrededor del Evangelio de esta semana XXIII durante el año, inmersos en los trabajos y los sudores del retorno a la normalidad, con el inicio de un nuevo curso que, en nuestro arzobispado, se ha estrenado con un buen número de nombramientos y cambios en la organización, procede esta propuesta de detenernos a pensar en comunidad para avanzar todos en los objetivos planteados. Y he aquí que la forma más efectiva de hacer avanzar las cosas y las personas es el diálogo. Para nosotros, la gente cristiana, el diálogo debe inspirarse siempre en ese diálogo primigenio, que es el diálogo más fecundo posible que existe, el diálogo de Dios con la Creación; en el diálogo que se da entre Dios y el ser humano. Impregnadas de este diálogo, nuestras palabras estarán inspiradas en el deseo de entendimiento, paz y progreso que el diálogo de Dios con su propia Creación ha conseguido.

En el origen etimológico de la palabra diálogo encontramos la expresión «a través de la palabra» (dia-logos), que es también una forma de ampliar el significado que tenemos de la palabra hasta llegar a un sentido que incluye la transmisión de una idea o un saber. He aquí por qué nosotros decimos que un buen diálogo es garantía de progreso, de eliminación de conflictos y de futuro: Porque teniendo presente a Dios en nuestros diálogos tenemos la certeza de un diálogo que siempre da fruto. ¿Y por qué?, todavía podemos volver a preguntar: Porque al dialogar con los sentimientos que corresponden a hijos e hijas de Dios lo que hacemos es dar preferencia a la Revelación y a la Encarnación, los dos puntos álgidos del diálogo entre Dios y la humanidad. Por la Revelación, Dios se ha presentado sin condiciones; por la Encarnación, Dios nos ha hablado por boca de Jesús con la certeza de que este hecho tan sencillo es todo un acontecimiento espiritual. Por eso, así como el diálogo de la Salvación no tuvo en cuenta los méritos de aquellos a los que iba dirigido ni los resultados a conseguir, también nuestro diálogo debemos ejercerlo sin límites y sin estrategias de posibles rendimientos (cf. San Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam, 36).

Apliquemos ahora nosotros a nuestros diálogos mundanos este evento espiritual. Apliquémoslo a la familia, a los demasiado a menudo agresivos entornos laborales, a nuestra convivencia básica y, sobre todo, apliquémoslo a la educación. A dialogar se aprende y nosotros debemos procurar que quien se está formando aprenda este difícil arte, sobre todo en nuestra conversación diaria y ordinaria. Y que lo haga captando el origen divino del diálogo, como os he dicho antes.

Y dejad que, por último, todavía repase las bases necesarias del buen diálogo: Escuchar de corazón a la otra persona; esforzarnos por entender sinceramente lo que nos está explicando, es decir, su punto de vista; reconocer que puede que tenga razón en lo que dice; explicar yo, con la misma condición de libertad, mi punto de vista, mi opinión; y, por último, estar siempre en disposición de matizar, rectificar o adecuar mi idea a la de mi interlocutor. Ese sentido es el que hoy recogen las lecturas de la misa dominical. Y san Pablo lo resume en aquella célebre expresión: «Amar es toda la ley» (Rm 13,10). Que tengamos todas y todos, un buen curso.

Vuestro,