Fecha: 29 de octubre de 2023
Hay experiencias del límite, que son particularmente dolorosas y que no han faltado a lo largo de toda la Historia de la Salvación, desde Abel el justo hasta el último discípulo de Jesús, que desee ser auténtico: los profetas, Jesús mismo de modo paradigmático, y los miles de mártires que nos han precedido y hoy siguen vivos. Incluso podemos decir que no ha faltado esta experiencia en la humanidad, fuera de los límites del Pueblo elegido, de Israel o la Iglesia. Se trata de la experiencia de verse impotente ante la agresión injusta, sufrida por aquellos que se han mantenido fieles a la fe, a la voluntad de Dios, a su Verdad y a su Palabra.
El límite en estos casos se manifiesta en el hecho de no poder (o mejor no querer), responder a las agresiones con la misma moneda. Las víctimas de este sufrimiento se ponen ellas mismas los límites a la hora de responder al agresor, no para ofrecer resistencia “táctica” (como la “no violencia activa”), sino porque no se quiere traicionar las propias convicciones. En la tradición bíblica estas agresiones se identifican con acciones de “los poderosos”; en la tradición espiritual de “los poderes del mundo”. Jesús, la víctima por antonomasia de estas agresiones, respondió a Pilato que habría podido organizar un ejército de ángeles para luchar contra sus acusadores… (Jn 18,36)
Este “pacifismo” del justo frente a la agresión nada tiene que ver con la debilidad, el complejo de inferioridad o la cobardía. Jesús da por supuesto que sus discípulos serán perseguidos, acusados injustamente y sufrirán por su causa, pero sus llamadas a la fortaleza y la superación del temor son claras y frecuentes: no apelará a grandes recursos y a capacidades humanas para la victoria, sino a la confianza básica en Él y su Espíritu (cf. Mt 10,16-32; Lc 4,7; Jn 14,1).
San Pablo usaba el símil del combate para expresar la vida del cristiano. Suponía que el discípulo de Cristo tenía enfrente una oposición y su reto consistía en saber vivir contando con ello y actuando con valentía. Hablaba por eso de “armas”. Sólo que nuestras armas son bien especiales: “nos servimos de las armas de la rectitud (2Co 6,7); no son las del mundo, sino que son poder de Dios capaz de destruir fortalezas; destruimos las acusaciones (2Co 10,4) con las armas de Dios, la verdad y la justicia, el Evangelio de la paz, la fe, el Espíritu, que es la Palabra de Dios y la oración (cf. Ef 6,10-20)
Es admirable cómo introduce San Pablo en el saludo de su Carta Primera a los cristianos de Tesalónica esta felicitación, que refleja un gran don que el Espíritu ha concedido a esa comunidad:
“Doy gracias a Dios por la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor” (1Tes 1,3)
No es pues una comunidad de débiles, nos es pasiva en absoluto: la fe es activa, la esperanza es firme, el amor es esforzado. Los cristianos de Tesalónica felicitados por el Apóstol no responden a las dificultades entablando una guerra, sino con el fortalecimiento interior, podemos decir, con el crecimiento en autenticidad, con la profundización de la virtud.
Esta opción es la del auténtico discípulo de Cristo. Es la única garantía de superación de los límites. En términos de “lucha” contra enemigos externos, diríamos que es el único camino de la victoria. Pues el arma decisiva está justo dentro de nosotros, donde la fe es activa, la esperanza firme y el amor esforzado.