Fecha: 19 de noviembre de 2023
Sin duda esas llamadas a obrar en todo la bondad, al perdón, a la justicia, la rectitud, la paz, etc., no se sostienen si uno no está convencido de que todas esas virtudes acaban triunfando. Es decir, si uno no se basa en la verdad de que el amor, compendio de toda virtud, vence en definitiva a la muerte, compendio de todos los males y sufrimientos. Aquellas llamadas no tendrían sentido sin este triunfo definitivo. No nos sirven las razones de “utilidad”, que algunos esgrimen, para exigir conductas justas o virtuosas: nos quedamos cortos cuando decimos “hagamos el bien, porque así es mejor para todos” o simplemente “seremos más felices…”. Quienes llevan a cabo conductas de muerte, como odiar, vengarse, abusar, mentir, difamar, matar, etc., no cambian de conducta a base de razones, ni estas ni otras, pues en el fondo piensan que esas conductas son las que les satisfacen y les dan la felicidad.
Lo único que realmente salva es la coincidencia del amor con el momento de la muerte. Es decir, experimentar la muerte como el momento en que uno ama y es amado. Así lo afirmó Papini, sintiéndose ya muy deteriorado de salud: “A pesar de mi edad y por encima de mis males, siento con gran fuerza la necesidad de amar y ser amado”. Una muerte sin amor hace que la vida entera parezca un fracaso y la muerte misma un “frío horror” (J. E. Steinbeck, Al este del Edén).
Para afrontar la muerte con dignidad uno debe traer a la memoria el amor ofrecido (no necesariamente correspondido). Era la gran pregunta que se formulaba Jean Guitton en su última obra “Mi testamento filosófico”, donde tras reproducir diálogos imaginarios con grandes filósofos y poderosos políticos, se ve como espectador de su propio juicio, en el que sobrevuela la gran pregunta: ¿verdaderamente he amado? Vendrán como testigos Sta. Teresa de Lisieux y su propia esposa… El poeta Luis Rosales declaró:
“Nadie puede quitarte lo que amas. Nadie puede quitártelo. En rigor, a mí me han ido haciendo como soy las personas que amé. Lo que has amado es lo que te sostiene, lo que has amado, esa será tu herencia y nada más”.
Esto solo puede ser verdad si estamos convencidos de que cada acto de amor verdadero es una huella de eternidad. Una semilla de vida indestructible que viene a florecer y fructificar tras la muerte.
Pero también la presencia del amor en la muerte se da en su forma de “amor recibido”. No siempre este amor está visible y es consciente: la muerte más trágica y triste es aquella que se produce en total soledad y abandono. Pero esta muerte ¿se puede producir realmente?…
Nos quedamos con la imagen de Jesús muriendo en la Cruz. Después de haber amado tanto gritó al Padre: ¿por qué me has abandonado? Siguió amándole y entregándole su Espíritu. Estaban presentes quienes más le amaban, un grupo de mujeres y un discípulo. Es el modelo del bien morir, la muerte impregnada de amor.
Tiene sentido, pues, orar la muerte y el recuerdo de los seres amados ya fallecidos. El monje y poeta argentino Mamerto Menapace tenía razón al escribir:
“Cuando un árbol se va del patio familiar deja en pie un gran hueco de luz. Para quien no compartió nada con él, allí simplemente no hay nada. En cambio, para los que se cobijaron a su sombra o compartieron su presencia rica en recuerdos, ese hueco de cielo abierto lo vuelve a hacer presente en cada amanecer. Buscándolo, nuestros ojos tropiezan quizá con una estrella lejana que se ha quedado en el cielo, náufraga de la noche que ahora se ha vuelto día. ¡Cuántos huecos de cielo abierto, tenemos los que cada vez avanzamos más encorvados!”