Fecha: 3 de diciembre de 2023
Estimadas y estimados, ¿no os habéis preguntado nunca como se empieza una guerra, como se crea una situación de injusticia, como se genera un conflicto o, incluso, como empieza una simple pelea en casa? Pienso que estaría bien iniciar el camino de este nuevo Adviento, que hoy estrenamos, haciéndonos personalmente esta pregunta y reflexionando profundamente. Hacerlo, nos ha de ayudar especialmente a hacer el camino de preparación de la celebración de Navidad, que es la fiesta del Advenimiento de quien es la Paz que baja del Cielo y se hace presente entre nosotros.
Se dice que, en la mayoría de los casos, lo que se esconde detrás de los conflictos es siempre el maldito complejo de superioridad, o dicho de otra forma, una falsa concepción de lo que es la diversidad y la diferencia. Nos hemos cansado de llenarnos la boca diciendo que el hecho de que seamos diferentes es un signo de comunión y de intercambio, que nos ofrece una posibilidad de mejora, que es la fuente del crecimiento humano e, incluso, que representa una oportunidad de enriquecimiento mutuo. Si esto es realmente así, ¿por qué los conflictos? Pues porque al fin se acaba pensando exclusivamente en «mí» y en «mis cosas» y culpabilizando siempre al «tú» y «tus manías», cosa que nos da a entender que el principal problema de la Humanidad es la persona humana y su capacidad de conflicto. Las diferencias entre pueblos, entre personas y sobre todo entre ideas, son el caldo de cultivo de los conflictos porque se usan para colgar etiquetas a las personas, tener prejuicios infundados y actuar preventivamente a la defensiva, sin dejar ni un espacio a la bondad. ¡Qué contrasentido!
Propongámonos en este Adviento el no etiquetar a nadie, ni transmitir ningún prejuicio, ni formular ninguna acusación visceral, ni presuponer que, de entrada, todas las personas y todas las situaciones son potencialmente malas. Y en este sentido pienso mucho en todas las hermanas y hermanos de comunidad que viven con nosotros, en tiempo de sínodo expresando la voluntad de andar juntos, de dialogar y de hacer participar a todo el mundo. No hay diferencias, hay diversidades. Tenemos la oportunidad, como Iglesia, de hacernos próximos a la gente y, rompiendo esquemas, demostrar que otra Iglesia es posible.
Por eso tenemos que sumar la diversidad a nuestras ventajas, a nuestros puntos fuertes. Y aún deberíamos ir más allá sabiendo, como sabemos ahora, después de dos años de Sínodo lo difícil que es construir una Iglesia en la diversidad que presente su fruto como fruto precisamente de la diversidad de nuestras comunidades. La diversidad no da miedo, porque la diversidad, también en la Iglesia, enriquece y nos hace ver cuánto bien nos puede hacer. Y como se vio en la última sesión sinodal del pasado octubre, con el discurso del papa Francisco, la diversidad enriquece, nos ayuda a ver que no podemos mirar la vida con unas gafas de un solo color y nos abre el corazón a amar a Dios y a los otros.
Propongámonos en este Adviento aprender a contemplar a Dios en cada persona, más allá de las diferencias. A contemplar a Dios en quien es diferente, en la diversidad.
Vuestro,