Fecha: 17 de diciembre de 2023

Estimadas y estimados. La vida cristiana está rebosante de alegría. Sí, y lo está a pesar de todas las adversidades imaginables por las que el ser humano pasa. La vida está llena de alegría, por encima de todo, gracias a la promesa de Jesús de Nazaret; una promesa hecha, paradójicamente, la vigilia de su pasión y muerte: «Ahora os entristecéis, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría, porque me voy al Padre». Esta tristeza convertida en alegría es eterna y la celebramos y la vivimos, y nos sirve de almohada amorosa cuando se nos acercan los malos momentos de la existencia. Esto lo digo porque, precisamente, este domingo tercero de Adviento es el domingo llamado «Gaudete», es decir, de la alegría y lo querría aprovechar para hablaros, precisamente, de la alegría. Es una denominación que los católicos compartimos con otras confesiones cristianas. En latín, «Gaudete» quiere decir alegraos y es la primera palabra del introito de la misa del día, que se extrae del texto de la carta de san Pablo a los Filipenses (4,4) y que nos quiere animar a preparar la Navidad.

La alegría auténtica no es el optimismo ni la risa, ni el desmadre colectivo. No consiste tampoco en tener salud, a pesar de que es muy legítimo desearla y buscarla; tampoco se puede basar en la riqueza, ni en haber hecho un buen negocio. Ni siquiera se puede pensar en que la felicidad verdadera nos sobrevendrá a medida que las cosas nos salgan bien. Tampoco consiste en divertirse o disfrutar. Y es que la alegría profunda de la que os quiero hablar es la alegría interior que es preocupación por los otros. Es, en definitiva, reseguir las bienaventuranzas de Jesús: Felices los limpios de corazón, quienes lloran, los pobres, los compasivos, etc.

La Buena Noticia y la raíz de toda esta alegría es que Dios nos ama y esto nos da seguridad, confianza y, evidentemente, ¡la alegría profunda que perdura y está llena de esperanza! Porque Dios, a través de su Hijo Jesucristo, se encarnó en María, se hizo humano como nosotros, nos ha amado hasta el extremo, hasta dar la vida por nosotros y nos ha enseñado a participar de la alegría eterna. Es de Él el único amor que no falla, porque es de Dios. Esta alegría de saberse amados, no podemos ser ingenuos, también tiene escollos que se nos presentan en la vida. Pero también el Evangelio nos da el remedio para seguir contemplando la vida con alegría. La clave está en no tener miedo. En no tener miedo y en admitir que nosotros, a pesar de que no somos capaces de hacer el bien siempre, solo por el hecho de querer hacer en la vida diaria lo que Dios nos pide, ya nos hace felices de verdad. Ejercer esta felicidad está en nuestras manos, cosa que me recuerda mucho el episodio de San Francisco de Asís en el escrito de Las florecillas en el que, al ser interrogado por el hermano León sobre en qué consistía la perfecta alegría, Francisco hace aquella exposición sobre lo que era mantener una alegría radical, sorprendente e incomprensible para la mentalidad humana, incluso en los momentos más difíciles. Lo era entonces y también lo es en nuestros días. Es una de las grandes lecciones del santo: Por encima de todas las gracias y los dones del Espíritu Santo, está el de, por amor, soportar alegremente los malos momentos.

 

Vuestro,