Fecha: 18 de febrero de 2024
Estimadas y estimados, «Y perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Continuamos el comentario al Padrenuestro, que hoy, coincidiendo con el primer domingo de Cuaresma, nos invita a la experiencia del perdón. La cultura bíblica nos muestra un Dios que se complace en el perdón, un Dios propenso a olvidar nuestras ofensas porque nos quiere seguir viendo tal como nos ha creado: «Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes temor.» (Sl 130,3-4).
El hombre y la mujer bíblicos, por revelación, conocen la belleza de su dignidad como seres creados por Dios. Y, al mismo tiempo, por propia experiencia, son conscientes de la debilidad y la incoherencia con que la viven. El pecado, en efecto, forma parte de la historia humana y se traduce al romper la comunión con Dios, perder la propia dignidad y malograr la relación con los otros. La parábola del hijo pródigo lo escenifica de manera magistral cuando el hijo pequeño prefiere ir a lo suyo, se aleja de la casa solariega y rompe la relación con quienes forman su propia familia. Dios, en la figura de aquel padre, no puede oponerse a la libertad del hijo; iría en contra de su propia naturaleza. Lo deja marchar. Pero no se cansa de esperar con ardor su retorno.
Es muy difícil encontrar un amor incondicional como el de Dios, incapaz de dejar de perdonar, incapaz de dejar de esperar que cada uno de sus hijos regrese a sus brazos maternales. Pero Dios quiere que lo imitemos en esta actitud suya tan amigable y amorosa. ¿Por qué no releemos la parábola de Lucas (15,11-32) y nos ponemos en la piel del padre? ¿Por qué no nos dejamos interpelar por sus gestos apasionados y los comparamos con nuestras reacciones ante los que nos ofenden? El evangelio es muy contundente en este punto. Tanto en la petición del Padrenuestro como en la parábola del sirviente sin compasión (Mt 18,23-35), se nos pide que sepamos perdonar. Pero, además, parece que se nos diga que nuestra reacción, compasiva o no, está íntimamente relacionada con el mismo perdón divino. Pero, si hemos dicho que Dios nos perdona siempre, sin ningún mérito por parte nuestra, ¿de qué estamos hablando?
El perdón de Dios no es magia ni se puede manipular. Él nos lo regala gratuitamente, sí, pero somos nosotros, con nuestra libertad, quienes lo aceptamos o lo rechazamos. Y aceptarlo pasa por desear volver a la casa solariega y rehacer puentes con los hermanos. Así, pues, cuando experimentamos el perdón de los otros y, a la vez, nos compadecemos de ellos, se pone en marcha la circularidad necesaria que nos ayuda a captar desde la vida cotidiana el significado del perdón de Dios. Quien nunca haya condonado una deuda, material o espiritual, a su hermano, ¿podrá comprender la maravillosa experiencia de amar por encima de todo? Y quien no haya experimentado nunca el perdón de los hermanos, ¿podrá saber cómo Dios lo conoce desde su dignidad?
Aprovechemos este tiempo de Cuaresma para hacer la prueba: perdonemos y pidamos perdón. Será esta una bonita manera de prepararnos para celebrar la fiesta de la nueva vida de resucitados.
Vuestro,