Fecha: 5 de mayo de 2024

Nos fijamos en los primeros pasos de la Iglesia recién salida de la Resurrección y Pentecostés. ¿Qué deben hacer con ella las autoridades del pueblo? Según la lógica de Gamaliel (Hch. 5,39), la existencia misma de la comunidad de los discípulos, sus reuniones y sus oraciones, ya de por sí eran signo de que “lo de Jesús era algo de Dios” y, por tanto, el Sanedrín debía ser muy cauto a la hora de perseguir a los discípulos del Nazareno.

Para nosotros la existencia de la Iglesia a lo largo de los siglos es, incluso, un signo de la Resurrección y de la pervivencia del Resucitado entre nosotros.

Pero no es signo de Resurrección el simple hecho de que la Iglesia esté ahí durante siglos, sino la permanencia de los rasgos esenciales de la nueva humanidad traída por Jesucristo. Afirmamos que la primera comunidad, el núcleo originario de Iglesia, que surgió de la Resurrección de Jesucristo, era como la primicia de la gran obra de la Redención, la primera huella del ser íntimo de Dios en esta historia, el germen de la nueva humanidad inaugurada por Cristo. Aquella primicia de la nueva humanidad ha pervivido, desarrollándose a lo largo de las vicisitudes de la historia.

Decimos esto con plena consciencia y conocimiento de esa historia, que, según algunos, no ha sido más que una historia de degradación y traición. Pero, nunca dejó la Iglesia de ser presencia, signo, del Resucitado. Los rasgos esenciales de la presencia del Espíritu en el Pueblo de Dios nunca faltaron, aun en los momentos más oscuros de la historia. Al contrario, fue el mismo Espíritu del Resucitado quien hizo que la Iglesia se renovara constantemente.

Uno de los rasgos esenciales de la nueva humanidad nacida del Resucitado es el amor fraterno, en sus múltiples formas y realizaciones.

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha transmitido en tres conocidos sumarios la forma de vida de los primeros cristianos: Hch. 2,42; 4,32-35; 5,12-16. Además de la escucha de la Palabra, la oración, la celebración de la Eucaristía, subrayamos un signo de la Resurrección, que ya se insinuaba en las apariciones del Resucitado: la comunión interna, la unidad de la comunidad, que vivía del amor mutuo.

La reunión de un grupo compartiendo ideas, sentimientos o proyectos, como hacer un grupo de acción, de mutua defensa y protección, no era ninguna novedad. Lo realmente novedoso era el origen, el motivo y el proyecto de aquella fraternidad. No consta que los primeros discípulos se pusieran de acuerdo para “asociarse” ni construir nada. Se encontraron a sí mismos escuchando la Palabra, orando, amándose como hermanos, celebrando la Eucaristía… Todos tenían la impresión de que se incorporaban a una realidad, una comunidad, que ya existía, nacida de Pentecostés.

La formación y el crecimiento de esta fraternidad se parecía a esa imagen que vemos cuando alguien desea bailar una sardana, se acerca a la “rotllana”, que ya está bailando, toca las manos de dos participantes contiguos que le aacogen sus manos y se incorpora sin más al grupo y a su marcha. La danza llega a realizarse porque todos se ajustan a la música, a su melodía y a su ritmo.

Así la “música del Espíritu” que procede del Resucitado, escuchada, “creída” (obedecida) hace posible la fraternidad, la Iglesia en comunión. Esa Iglesia que escucha y vive el Espíritu es el gran signo en la historia de que Jesucristo resucitó y sigue vivo entre nosotros.