Fecha: 30 de junio de 2024

La verdad es que no resulta nada fácil descubrir que la calle, el municipio, la demarcación administrativa correspondiente, y las estructuras que rigen estos espacios de nuestra vida puedan llegar a ser reconocidas por los ojos de los fieles como sacramento de la presencia de Dios. Es un ámbito de nuestra vida realmente complejo.

Es esta complejidad, unida a la impresión común de estar sometidos a una exceso de burocracia y el miedo a entrar en juegos de poder que normalmente marcan la vida de grupos, incluso deportivos o meramente culturales, lo que dificulta el desarrollo de eso que llamamos “espíritu cívico”. Las autoridades se quejan de la ausencia de este espíritu y, ante la alternativa de que la convivencia se haga inviable, echan mano de leyes sancionadoras. Estas leyes, tantas veces necesarias, no logran, ellas, solas recuperar el espíritu cívico. Generalmente el ciudadano se limita a cumplir la norma establecida (porque no tiene otro remedio). El asociacionismo, que tantas veces sirve como plataforma de participación, decae y predomina el aislacionismo en un mundo máximamente autónomo, como refugio que evita líos y complicaciones. No son raras las quejas a autoridades municipales acerca de la dificultad de integración ciudadana, a causa de una distribución urbanística aislacionista (urbanizaciones) o masificadora (grandes bloques de viviendas).

Pero insistimos afirmando que nada del mundo escapa a la posibilidad de ser “mundo resucitado”. La calle, el pueblo, la ciudad, es lugar de Dios.

En otros tiempos esto significaba que todo el mundo que hoy llamaríamos “secular”, estuviese impregnado de nombres o símbolos sagrados o que las autoridades civiles y eclesiásticas actuaran mezclando sus intereses. Ya hace muchos años que, al menos por parte de la Iglesia, defendemos libertad (respeto) y ofrecemos colaboración en causas humanas… Lo que aquí afirmamos es que el mismo mundo secular está llamado a ser “mundo de Dios”.

Pocas veces oramos ante Dios sobre la urgencia de pagar impuestos, o sobre la necesidad de cumplir o hacer cumplir una norma urbanística, o sobre el incumplimiento de una norma de tráfico, o sobre la participación en una determinada asociación o también sobre la afiliación a un partido político…

Es verdad que existe, por suerte, participación ciudadana. No tanto como sería de desear. Pero, si miramos las intenciones que mueven a ello, las aspiraciones de poder y la mezcla de intereses meramente ideológicos, será bastante difícil concluir que la ciudad “es lugar de Dios”. No faltaron a lo largo de la historia, sobre todo en la Edad Media y en el Renacimiento intentos de “diseñar la república cristiana”. Pero, acertó el gran teólogo Y. Congar al decir que “La Ciudad de Dios”, de la que habló San Agustín, no era una organización del poder, ni una república bautizada, ni un régimen de gobierno, ni siquiera una cultura… “sino una inmensa magnitud moral”. Hoy diríamos “espiritual”, en el sentido correcto de esta palabra.

Un ciudad donde se respira el amor de Dios, donde el hombre es dignificado y Dios glorificado en el convivir más cotidiano.