Fecha: 14 de julio de 2024
Estimadas y estimados. Los nueve decretos que forman parte de los documentos del Vaticano II pueden ser presentados como explanación de las cuatro grandes Constituciones, glosadas en las últimas Cartas Dominicales. Sus contenidos y sus enseñanzas quieren dar respuesta a los dos diálogos básicos del misterio de la Iglesia de los cuales también hemos hablado, el interno y el externo. El doble movimiento del corazón eclesial, la sístole y la diástole que da impulso y posibilita la regeneración de la sangre, la contracción y la expansión del corazón, aquella pregunta por el ser y por el estar, por la identidad y por la misión, es a aquello que responde el Concilio. De aquí su actualidad, su carácter permanente. Veámoslo en sus Decretos.
En cuanto a la renovación interna, entrelazado con las Constituciones, encontramos el intento de complementación entre el primado del papa y el episcopado: los principios doctrinales que afectan al episcopado se desarrollan en el decreto Christus Dominus, con la afirmación de la sacramentalidad del episcopado como fundamento de la colegialidad de los obispos entre ellos. También la vida y la espiritualidad de los presbíteros, con el decreto Presbyterorum ordinis, incide en su formación por medio del decreto Optatam totius, indicando como el ministerio presbiteral no es meramente funcional, sino que la gracia del sacramento del orden toca misteriosamente tanto el ser como el actuar del presbítero en vista a una especial configuración a Cristo, precisamente para poder servir a la comunidad en nombre de Cristo (PO 2). Se insiste en una buena teología del laicado que, fundamentada en el bautismo, se prolonga en el decreto Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de los laicos. Desde la afirmación de la llamada universal a la santidad, el Concilio incide también en la renovación carismática de la vida religiosa por medio del decreto Perfectae caritatis. Y finalmente, en este marco interno, no puede pasar por alto el importantísimo tratamiento de la necesidad y pertenencia a la verdadera Iglesia, con una incorporación gradual y, por lo tanto, con una incorporación plena (los católicos) y no plena (los otros cristianos), fundamento del diálogo ecuménico desarrollado en el decreto Unitatis redintegratio. En este punto, se cumplía aquel deseo manifestado tanto por Juan XXIII como por Pablo VI, que el Vaticano II fuera realmente el inicio del camino verdadero hacia la unidad de todos los cristianos. Se indicaba como el punto de inflexión no es el de todo o nada, como subrayaba el Magisterio precedente, sino que, precisamente, el punto de inflexión es el bautismo que nos hace a todos cristianos y seguidores de Jesucristo. De aquí que en las Iglesias ortodoxas orientales y en las comunidades surgidas de la reforma de Lutero puedan encontrarse verdaderos elementos de santificación y de verdad. El decreto Orientalium Ecclesiarum, dirigido a las Iglesias Orientales ya unidas a Roma, indica que les corresponderá especialmente la tarea de fomentar la unión de las Iglesias por medio del testimonio de vida y «la piadosa fidelidad a las tradiciones orientales antiguas» (OE 24). Finalmente, la relación con la realidad de este mundo que pasa encuentra una concreción práctica en el decreto sobre los medios de comunicación social Inter mirifica.
Vuestro,