Fecha: 14 de julio de 2024

Estamos acostumbrados a que todo tenga un precio, contrapartida, gratificación. Tasamos todo tipo de cosas y valoramos a las personas según el beneficio que podamos sacar. Por eso nos cuesta tanto vivir en la gratuidad: si nos hacen un regalo, quizás pensamos qué quiere a cambio la otra persona, o cómo le podremos devolver el favor que nos han hecho. Pero Dios nos dice a través del profeta Isaías: “¡Oh todos los sedientos, venid al agua, venid los que no tenéis dinero! ¡Comprad y comed, venid y comprad leche y vino sin dinero, sin pagar nada!” (Is 55, 1).

La vida cristiana está fundamentada en la gratuidad. Dios nos ha creado libre y gratuitamente y se revela para que lo conozcamos, nos comunica sus dones, nos salva muriendo en la Cruz y resucitando. «¿Cómo podría devolver al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sal 116,2) es la experiencia del salmista que, ante todos los favores que Dios le ha hecho, se pregunta: ¿esto cómo puedo pagárselo? Es imposible. De hecho, hay que entrar en la dinámica de la caridad, del amor de Dios: el Padre se da totalmente al Hijo y el Hijo se da al Padre devolviéndolo todo. En esa donación mutua por amor, no entran ningún tipo de cuentas, ni contrapartidas. Lo único que quiere la persona amada es el otro. En nuestra relación con Dios también debemos aprender a vivir en la gratuidad, en sabernos profundamente amados por el Señor, en que todo lo ha hecho gratuitamente, en que no debemos ganar nada de la vida cristiana y que lo único que Él quiere es que le amemos, que le sigamos y que amemos a los hermanos.

Dentro del Decálogo del Antiguo Testamento, los Diez Mandamientos, hay uno que puede ayudarnos a vivir en la gratuidad: el de observar el reposo semanal – el sábado para los judíos, el domingo para nosotros-. ¿En qué nos ayuda? En que toda la semana trabajamos y el domingo no solo descansamos, sino que aprendemos que no todo es trabajo, rendimiento, productividad, prisas. Se explica la anécdota de un campesino que trabajaba toda la semana y que el domingo, pese a no trabajar, iba al campo otra vez. Al preguntarle qué iba a hacer allí, él explicaba que, durante la semana, trabajando, no tenía tiempo de disfrutar del campo, no tenía tiempo de detenerse y contemplar todo aquello. Llevamos tanta prisa que no llegamos a tener una mirada contemplativa, gratuita sobre la creación y sobre las personas.

Vivir en la gratuidad significa también no instrumentalizar a las personas estando con ellas hasta que pueda sacar un beneficio, sino tratarlas como una finalidad en sí mismas. Todo esto lo aprendemos a vivir en casa, como hijos, puesto que el amor de nuestros padres no es interesado, no nos instrumentaliza, sino que es gratuito, a imagen del amor de Dios.

Ahora que se acerca el tiempo de vacaciones o algunos incluso ya las habrán empezado, es tiempo propicio para bajar el ritmo, para plantearnos cómo vivimos toda esta dimensión, de contemplar la inmensidad de Dios reflejada en su creación, de dedicarle tiempo a él en la oración, de detenerse y preguntarse: ¿me dejo amar gratuitamente por Dios? ¿Quiero a los demás interesadamente o tengo la mirada de Dios sobre ellos? ¿Contemplo a Dios, la creación, la vida y las personas?