Fecha: 21 de julio de 2024

Estimadas y estimados. Ante la necesidad de una Iglesia atenta a los «signos de los tiempos», el Vaticano II proclamó, con fuerza, que la Iglesia no puede desentenderse de las circunstancias históricas con las que vive. En este penúltimo capítulo, antes de entrar a hablar de futuro, querría resaltar el fragmento: «La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8,19-22)» (LG 48). Estamos hablando de como la Iglesia tiene que relacionarse con la realidad del mundo, un aspecto que hoy pasa desapercibido por obvio, pero que significó, ahora hace 60 años, todo un reto. Y este reto quedó explicitado en tres declaraciones conciliares, que son los últimos documentos que completan los dieciséis documentos finales. Por un lado, la declaración Gravissimum educationis concreta la tarea y la responsabilidad de los padres en la educación cristiana de los hijos. Por otro lado, en la declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, se muestra como la libertad se vuelve condición indispensable para una apertura ante la pluralidad del mundo y para el diálogo y colaboración con los miembros de las religiones no cristianas, manifestada en la declaración Nostra aetate. En unas clarividentes palabras, ya en 1963, glosando la expresión «ecuménico» que acompaña al Concilio, el joven teólogo Joseph Ratzinger afirmaba que «hay que dejar de ver al otro como enemigo y contrincante ante el cual haya que defenderse». «Más bien, hay que escucharlo y tener en cuenta su parte de verdad sin callar ni esconder la propia verdad desde la consideración de la interna totalidad de la fe» (Die erste Sitzungsperiode, 45-47).

El 18 de noviembre de 1965, Pablo VI afirmaba que al acabar el Concilio empezaría el verdadero «aggiornamento» preconizado por Juan XXIII. Y añadía: «esta programática palabra no quería ciertamente atribuir el significado que algunos intentan darle, como si permitiera “relativizar” en la Iglesia, según los gustos y la mentalidad del mundo, todas las cosas […]; él, que tenía tan vivo y tan firme el sentido de la estabilidad doctrinal y estructural de la Iglesia». Por el contrario, «para nosotros querrá decir penetración sapiente del espíritu del Concilio celebrado y aplicación fiel de las normas que él felizmente y santamente ha dado» (n.º 12).

Pablo VI estaba convencido que con la obra del Concilio toda la Iglesia tendría «un programa magnífico de trabajo espiritual para la renovación de la vida y de las acciones según el Cristo Señor». Y añadía: «A este trabajo invitamos a nuestros hermanos y a nuestros hijos: a aquellos que aman a Cristo y a la Iglesia», «que estén con nosotros para profesar más claramente el sentido de la verdad que es propio de la tradición doctrinal que Cristo y los apóstoles inauguraron; y también con él, […] el de la unión profunda y cordial que nos hace, a todos, confiados y solidarios, como miembros de un mismo cuerpo» (n.º 13).

Vuestro,