Fecha: 27 de octubre de 2024
Estimados diocesanos, amigos y amigas:
Siempre he pensado que no hay nada más bello y apasionante que descubrir, en medio de las mareas que agitan la barca de nuestro corazón, la llamada de Dios para la vida de cada uno. Dejarse seducir por la mano del Padre supone dejarle entrar por las grietas de nuestra alma para que habite por entero nuestro ser. Al fin y al cabo, este es su modo de ser, de darse y de hacernos entera y eternamente suyos.
Siguiendo el paso confiado de este sentir que renueva la razón de nuestra fe, pongo la mirada en la Abadía de Montserrat, que el año que viene cumple mil años desde que el abad Oliba consagrase el cenobio en la montaña de Montserrat. Allí, el próximo miércoles 30 de octubre y en torno a la Moreneta, celebraremos un encuentro el clero de las diez diócesis con sede en Cataluña. Este momento de comunión, concordia y fraternidad, tanto entre nosotros como con la comunidad de monjes benedictinos que custodian esta montaña revestida de silencio y plegaria, será el anticipo de un encuentro Milenario que dejará un sello imborrable en nuestras miradas.
Mil años de una entrega tejida a fuego lento, que guarda en su interior un sinfín de oraciones, traducidas en dolores, alegrías, sueños, lágrimas, anhelos y esperanzas. Mil años abrazando a Dios en el silencio de la oración, del trabajo, de la escucha. Mil años que hoy nos invitan a rezar por el prójimo y a preguntarnos por el sentido primero y último de nuestra vida: y yo, ¿para qué soy llamado?
La Virgen María de Montserrat desea aunarnos en torno a su corazón de Madre, para que no se pierda ninguno (cf. Mt 18, 14) y para que descubramos que a amar sólo se aprende amando. Esta lógica del Amor entraña una fuerza que nos recuerda que hemos sido llamados a amar a Dios y a amarnos los unos a los otros. Y aunque a veces no encontremos la senda adecuada o el camino se presente colmado de sombras, tengamos presente que «en medio de la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto» (Evangelii gaudium, 276).
Dejémonos fascinar por el Señor; por su presencia consoladora en la piel de los desfavorecidos, por su mirada escondida en los enfermos, por su belleza habitada en el banquete del altar y en la espina más delicada de la Cruz. Y si tiembla la barca de nuestra vida, pongamos los ojos en el Cielo y escuchemos cómo nos dice, una y otra vez: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (Mt 14, 27).