Fecha: 3 de noviembre de 2024
Estimadas y estimados. En su conocido libro El hombre en busca de sentido, el médico y psiquiatra judío Viktor E. Frankl hace un noble ejercicio de observación de la realidad humana, la propia y la de sus compañeros, en el trágico marco de los campos de concentración. Su intención no es relatar las atrocidades que se vivieron, sino poner de manifiesto la capacidad de reacción del ser humano en los momentos más duros de su existencia.
Sus reflexiones no tienen pérdida. Hoy me fijo en una de ellas que considero fundamental, especialmente en nuestros tiempos. El psiquiatra nos advierte sobre una trampa en que podemos caer en relación con nuestra actitud ante la vida. Dice: «tenemos que aprender y tenemos que enseñar a las personas desesperadas que el sentido de la vida no depende en realidad de aquello que todavía esperamos de la vida, sino, más bien, y de manera exclusiva, de aquello que la vida espera de nosotros!»
Quizás la sociedad actual nos invita a estar siempre ansiosos: nos ubica individualmente en el centro de la vida y pretende hacernos entender que tenemos derecho a esperarlo todo, a tenerlo todo, a servirnos de las instituciones e, incluso, de las personas, para nuestro provecho personal. Y quizás hemos llegado a pensar que la felicidad consiste en todo esto. Ahora bien, esta manera de entender la propia existencia comporta un peligro que a nadie se le escapa. Si alguna vez la vida no nos da lo que creemos que necesitamos o merecemos, podemos caer en un sinsentido y en la desesperanza. ¡Y es tan fácil que esto nos pueda pasar! Seguramente todos tenemos experiencia.
Si, en cambio, nos posicionamos en la perspectiva a la cual nos invita Frankl, la situación cambia radicalmente. Ya no es cada cual, con sus necesidades y gustos, que se pone en el centro, sino la «Vida» en mayúsculas; una vida que incorpora a los otros, a la sociedad, a la naturaleza. Mirar más allá de nosotros mismos nos hace tomar conciencia que Dios nos ha llamado a una misión, que somos necesarios los unos para los otros, que podemos poner cada cual nuestra parte para construir juntos un mundo mejor, un mundo que es de todos y es para todos.
Nosotros, los cristianos, tenemos que ser testigos de esta vida de donación. El seguimiento de Cristo no es nunca un mero consuelo o un tranquilizante. Bien al contrario, hemos sido enviados por Jesús para hacer vida su Evangelio que nos enseña que «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará.» (Mt 16,25). Esta experiencia nos la muestran tantos santos y santas que se lo han jugado todo para descubrir la perla preciosa de amar sin esperar nada, sin medida ni condiciones.
Descubrámonos a nosotros mismos en la dignidad de nuestra condición humana. Y en cada momento, incluso en el que nos parece más oscuro, preguntémonos qué quiere la vida de nosotros, que quiere Dios de nosotros. Así seremos testigos creíbles de un Reino que no es mera quimera sino utopía. Siempre tendremos que dar el primer paso. Con coraje y valentía. Pero, este será el precio de una vida llena de sentido y de felicidad auténtica.
Vuestro,