Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy proseguimos nuestra reflexión sobre la presencia y la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia mediante los sacramentos.
La acción santificadora del Espíritu Santo nos llega ante todo a través de dos canales: la Palabra de Dios y los sacramentos. Y entre todos los sacramentos, hay uno que es, por antonomasia, el sacramento del Espíritu Santo, y es en el que quisiera detenerme hoy. Se trata de la crismación o de la confirmación.
En el Nuevo Testamento, además del bautismo con agua, se menciona otro rito, el de la imposición de manos, que tiene como objetivo comunicar visiblemente y de manera carismática el Espíritu Santo, con efectos similares a los producidos en los Apóstoles en Pentecostés. Los Hechos de los Apóstoles relatan un episodio significativo a este respecto. Tras saber que algunos en Samaria habían acogido la palabra de Dios, desde Jerusalén enviaron a Pedro y Juan. «Estos bajaron» —dice el texto— «y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (8,14-17).
A esto se añade lo que escribe San Pablo en la Segunda Carta a los Corintios: «Es Dios el que nos conforta en Cristo a nosotros y a vosotros, y el que nos ungió. Él fue quien nos marcó con su sello y quien puso el Espíritu en nuestros corazones, como arras de lo venidero» (1,21-22). Las arras del Espíritu. El tema del Espíritu Santo como «sello real» con el que Cristo marca a sus ovejas es la base de la doctrina del «carácter indeleble» que confiere este rito.
Con el pasar del tiempo, el rito de la unción tomó forma como un sacramento por derecho propio, asumiendo diferentes formas y contenidos en las diversas épocas y ritos de la Iglesia. No es éste el lugar para recorrer esta historia tan compleja. Lo que el sacramento de la confirmación es en la comprensión de la Iglesia, me parece que está descrito, simple y claramente, en el Catecismo para los Adultos de la Conferencia Episcopal Italiana. Dice así: «La confirmación es para cada fiel lo que Pentecostés fue para toda la Iglesia. […] Refuerza la incorporación bautismal a Cristo y a la Iglesia, y la consagración a la misión profética, real y sacerdotal. Comunica la abundancia de los dones del Espíritu […]. Si, por tanto, el bautismo es el sacramento del nacimiento, la confirmación es el sacramento del crecimiento. Por eso es también el sacramento del testimonio, porque éste está estrechamente ligado a la madurez de la existencia cristiana.»[1]
El problema es cómo conseguir que el sacramento de la confirmación no se reduzca, en la práctica, a una “extremaunción”, es decir, al sacramento de la «salida» de la Iglesia. Se dice que es el “sacramento del adiós”, porque una vez que los jóvenes lo realizan se van, y luego volverán para casarse. Eso dice la gente. Pero debemos hacer que se convierta en el sacramento del inicio de una participación activa en la vida de la Iglesia. Es un objetivo que puede parecernos imposible, dada la situación actual en casi toda la Iglesia, pero eso no significa que debamos dejar de perseguirlo. No será así para todos los confirmandos, sean niños o adultos, pero es importante que lo sea al menos para algunos que luego serán los animadores de la comunidad.
Puede ser útil, con este fin, dejarse ayudar, en la preparación al sacramento, por fieles laicos que hayan tenido un encuentro personal con Cristo y hayan tenido una verdadera experiencia del Espíritu. Algunas personas dicen haberlo experimentado como un florecimiento en ellos del sacramento de la confirmación recibido cuando eran chicos.
Pero esto no sólo afecta a los futuros confirmandos; nos afecta a todos y en todo momento. Junto con la confirmación y la unción, hemos recibido también, nos asegura el Apóstol, la «prenda del Espíritu», que en otro lugar llama «las primicias del Espíritu» (Rom 8,23). Debemos «gastar» esta garantía, disfrutar de estas primicias, no enterrar bajo tierra los carismas y talentos recibidos.
San Pablo exhortó a su discípulo Timoteo a «reavivar el don de Dios, recibido por la imposición de manos» (2Tm 1,6), y el verbo utilizado sugiere la imagen de quien sopla sobre el fuego para reavivar su llama. ¡He aquí un hermoso objetivo para el año jubilar! Las cenizas de la costumbre y del desinterés, para convertirnos, como los portadores de la antorcha en las Olimpiadas, en portadores de la llama del Espíritu. ¡Que el Espíritu nos ayude a dar algunos pasos en esta dirección!
[1] La verità vi farà liberi. Catechismo degli adulti. Libreria Editrice Vaticana 1995, p. 324.