Fecha: 17 de noviembre de 2024

Miramos el futuro junto a la Eucaristía, participando en ella y viviéndola.

Hemos visto que, ya participando en el momento que denominamos liturgia de la Palabra, sintiéndonos interlocutores de Dios, ofreciendo toda nuestra vida por amor como sacrificio, la misa es para nosotros el gran regalo para vivir esperanzados.

La celebración de la Eucaristía incluye otro momento que resulta particularmente eficaz para despertar y sostener la esperanza. Es el momento de la comunión, el momento en que se celebra la comunión real con Cristo y la comunión con los hermanos. Es decir, la comunión con el Cuerpo Sacramental de Cristo y la comunión con su Cuerpo Místico, que es la Iglesia.

Una de las causas más frecuentes que provoca el miedo al futuro es el sentimiento de soledad. La misma muerte, que es el hecho más temible y contradictorio, siempre ha de ser afrontado en definitiva por uno mismo, en soledad, aunque estemos rodeados de seres queridos. Sin duda todo es más llevadero cuando nos vemos apoyados por la presencia afectuosa de aquellos que nos quieren bien. Si esa presencia en la Misa no fuera visible, no por eso dejará de ser real. Una de las dimensiones de la salvación que nos trajo Jesucristo es justamente habernos dado una comunión inmensa de hermanos traída y fundada en Él.

Nos atrevemos a decir que esta comunión es más real de lo que parece, sobre todo si tenemos presente su universalidad. Nos quejamos de que no es tan visible como desearíamos. Pero ¿de dónde viene esa queja? Todos deseamos sentirnos queridos y acompañados, especialmente cuando tenemos miedo ante el futuro. Es natural. Pero ese sentimiento natural, debe ser bien discernido.

La comunión primera y fuente de todas las otras relaciones fraternas es la Comunión con Cristo. Esta comunión se manifiesta en nuestras celebraciones de la Eucaristía, cuando el Pan Eucarístico (y la paz) va del altar a cada uno de nosotros… y más allá del templo, por ejemplo, a los enfermos o impedidos y todos los necesitados. Es una comunión garantizada por el amor expansivo e inmarcesible, siempre vivo, de Cristo hacia nosotros, como nos dice San Pablo (cf. Rm 8,1ss.: “¿quién y qué podrá separarnos de su amor?”).

La comunión con Cristo a través de su Cuerpo y Sangre es entrar en un inmenso banquete en el que se respira, se festeja, se comparte el mismo amor de la Trinidad. Ese amor entró en nuestro mundo como un inmenso fuego que atravesó el Cuerpo de Cristo en la Cruz, rasgó el velo del Templo y derribó los muros de la Ley; y en ellos cayeron todos los velos y todos los muros. Cuando comulgamos participamos de ese amor sacrificado, de forma que, para nosotros, ya no existen velos ni muros que pongan límites a nuestro amor.

En la mesa de este banquete nos hallamos acompañados por el amor del anfitrión, es decir, por Jesús mismo, pero también por la multitud de hermanos que están sentados al lado. Quien participa de la Eucaristía vive en y con esa multitud de hermanos: algunos ya están en la gloria, otros seguimos caminando en esta historia. Ni les vemos, ni les escuchamos a todos, pero ellos están ahí con sus oraciones. La Carta a los Hebreos y el libro del Apocalipsis evocan esa multitud para infundir esperanza en los cristianos que viven persecución y martirio. Quizá también tengamos que recordarla cuando nos invada el miedo y la soledad. Quizá deberemos traerla a la memoria cuando participamos en la Eucaristía.

En todo caso está presente envolviéndonos. Los hermanos que vemos y tenemos al lado son solo signo de esa otra presencia multitudinaria. Un Pueblo inmenso que nada ni nadie podrá detener, porque su futuro está ya abierto a la eternidad.