Fecha: 22 de diciembre de 2024
Uno de los personajes del Adviento, Juan el Bautista vaticinaba un Mesías fulgurante y un Reino arrollador. Pero llegó Jesús y modificó esas expectativas. El Reino de Jesús es real, pero sus signos externos son bien modestos. A las puertas del Jubileo centrado en la esperanza, también a nosotros nos conviene recordar esto como comunidad diocesana para anunciar la alegría del Evangelio y el Evangelio de la vida con signos modestos que estamos llamados a realizar y hacer crecer bajo la acción del Espíritu de Cristo.
Es una tarea que convoca a toda nuestra comunidad diocesana. Como las vides que no necesitan demasiada agua para dar buen vino, los presbíteros podemos en parte saciar nuestra sed de esperanza pastoral reconociendo y valorando estos signos modestos. Tales signos nos alegrarán si está vivo el motivo de nuestra esperanza: La fidelidad de un Dios Amor manifestado en la entrega definitiva de su Hijo al mundo. La esperanza se retroalimenta y se hace fecunda desde la entrega gratuita. Preguntarse a quien o a qué quiero entregar mi vida, puede reavivar la esperanza. Las comunidades parroquiales están acompañando y confirmando la esperanza de nuestros mayores, al mismo tiempo pueden recrearse como comunidades samaritanas de acogida e integración de la diversidad, espacio de consuelo y de cuidados para los heridos de la vida y para ofrecer los sacramentos que dan vida. Las Caritas, la pastoral del trabajo, de enfermos y la pastoral intercultural con los migrantes y otras iniciativas análogas, contribuyen a regenerar tanto la esperanza de sus destinatarios como la de la misma comunidad que se deja transfigurar por ellos. La catequesis, al mismo tiempo parroquial y familiar, y una liturgia viva serán asimismo portadoras de una esperanza realista e inquebrantable. Las comunidades de consagrados y consagradas, arraigadas en nuestros pueblos y ciudades, incluso en medio de una sequía vocacional, están dando un voto de confianza total a Dios que sigue salvando por caminos desconocidos, pueden irradiar en su entorno una esperanza que sabe de misión compartida, cuidados, apertura y alegría en la aflicción. Por algo son sobre todo las y los contemplativos, en la Iglesia y para el mundo, signo privilegiado de la esperanza definitiva de la vida eterna junto a Dios. Cada uno de los creyentes, individuales o asociados, está convocado a testimoniar la esperanza y afirmar la bondad siempre abierta que sabe pasar del yo al nosotros cada vez más grande, alimentándose en la escucha de la Palabra, en la celebración de la Eucaristía, en la formación cristiana y en la oración perseverante.
La cercanía de la Navidad nos hace volver la mirada a lo esencial de la fe cristiana, el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. En rigor, solo en Dios ponemos nuestro entera y absoluta esperanza. Pero también la Iglesia es objeto de nuestra esperanza, es decir, de nuestro deseo confiado. Deseamos verla purificarse, convertirse, hacerse más evangélica y evangelizadora. Confiar en ella en muchos de sus niveles y realizaciones se nos hace hoy difícil. Por ejemplo, no podemos volver a fallar a las víctimas de abusos ni a las víctimas de todo tipo de violencias. Una mirada realista sabe que la Iglesia, el Pueblo Santo de Dios dibuja al mismo tiempo una realidad histórica limitada y pecadora, junto a lo que Dios quiere y le pide que sea. Dios mismo es garantía de sus aspectos luminosos y de su santidad. Una fe lúcida nos mantiene esperanzados, conscientes de nuestros límites, liberados y liberadores de una mirada depresiva. Estemos siempre dispuestos a “dar razón de nuestra esperanza” (1 Pe 3,15) y de nuestra alegría.