Fecha: 26 de enero de 2025

Estimados hermanos y hermanas:

Hoy, en el contexto del Año Jubilar, celebramos –en todas las diócesis del mundo– el VI Domingo de la Palabra de Dios. Esta iniciativa, instituida y proclamada por el Papa Francisco, guarda la intención primordial de difundir, tanto en la vida cotidiana de la Iglesia como de las comunidades cristianas, la Sagrada Escritura: un signo visible de una realidad invisible que permanece vivo en lo más profundo del corazón de Jesús de Nazaret.

En esta ocasión, el lema elegido por el Santo Padre lleva por título Espero en tu Palabra, que corresponde al versículo 74 del Salmo 119En cada surco de este himno, que es una invocación a Dios como encomio de la ley divina, se aprecia cómo su voluntad articula un amor que nos quiere a su imagen y semejanza, porque nuestra felicidad alcanza su razón primera en la promesa de Cristo Jesús, el gran botín de nuestras vidas. Esta es la certeza desde donde hemos de beber, hasta que el Amor nos quite eternamente la sed: «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa» (Heb 10, 23).

Las últimas palabras de este salmo, que espera en la Salvación el abrazo eterno con la Palabra que se hace Carne, rezan así: «Que yo pueda vivir para alabarte, que tu justicia me proteja. Ando errante como oveja perdida; búscame, pues no me he olvidado de tus mandamientos». Y como todo lo que nace del corazón de Dios, nada sucede por casualidad y todo encuentra su fundamento en esa certeza que nunca defrauda… «Se trata de un grito de esperanza: el hombre, en el momento de la angustia, de la tribulación, del sin sentido, clama a Dios y pone toda su esperanza en Él», recuerda monseñor Rino Fisichella, del Dicasterio para la Evangelización.

El Domingo de la Palabra de Dios nos invita a escuchar, comprender y custodiar cada palabra que Jesús pone en nuestro corazón de barro, tan acostumbrado a naufragar entre mares de aflicción y a zambullirse entre arenas movedizas que, como les sucedió a los discípulos, no siempre yacen en horizontes de vida eterna (cf. Jn 6, 68).

El hilo de esperanza siempre es Dios, en Quien esperamos «todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Y en la voz del Verbo alimentamos un anhelo inquebrantable que rompe cualquier frontera, atadura y cerrazón.

Hoy, rezo en los ojos del centurión romano; éste, tras suplicar a Jesús que curase a su criado enfermo, puso su confianza en Él antes que en su propia fragilidad. Sólo le bastaba una palabra de Cristo, nada más. Un sentir que, quizá, también ahora nosotros necesitamos pronunciar, para que toda nuestra vida sea una perpetua Eucaristía: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme» (cf. Mt 8, 5-11).