Fecha: 23 de marzo de 2025
Vivimos más conectados que nunca, podemos relacionarnos con personas al otro lado del planeta pero al mismo tiempo experimentamos muchas dificultades para la concentración y la profundización en nosotros mismos y en lo que vivimos. Estamos expuestos a un bombardeo de estímulos constante, la dispersión es uno de los males que afectan a muchos hoy en día y evidentemente este ambiente no es propicio al silencio y a la oración. Y este aspecto de la oración es uno de los elementos esenciales para la vida cristiana y que se nos propone especialmente en el tiempo de Cuaresma.
Preguntémonos: ¿cuánto tiempo dedicamos a pasar por el corazón, a la presencia de Dios, las situaciones y personas que nos encontramos todos los días? Y nuestra oración, ¿es rápida porque tenemos mil cosas que hacer? La prisa es un mal de nuestro tiempo. Y sin darnos cuenta, poco o mucho va impregnando nuestra vida espiritual.
San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales dice que «no el mucho saber sacia y satisface el alma sino el sentir y gustar las cosas internamente». La multiplicidad de cosas que vivimos, de conocimientos que adquirimos, de conversaciones que tenemos no nos aseguran vivir una vida plena, sino simplemente una vida “ocupada”, y también habría que decir una vida distraída, o sea dispersa. De ahí la necesidad de detenerse, de hacer silencio y dejar que se inicie así un diálogo entre Dios y nuestra alma, porque este es el ofrecimiento que él nos hace.
Sabemos que en el día a día nos es muy difícil detenernos, por eso, una buena herramienta que podría ayudarnos es realizar retiros fuera de casa, en un lugar propicio que nos pueda ayudar a dejar por un momento nuestras ocupaciones, y poder así dedicar un tiempo largo al Señor.
Muchos de los encuentros con Dios que narra el Antiguo Testamento suceden en lugares apartados: el desierto, lugar por antonomasia de encuentro de Dios con su pueblo durante el Éxodo, la montaña, el Tabor, el Sinaí, Sión. Y también tenemos el ejemplo de Nuestro Señor, pasándose largas noches de oración para encontrarse con su Padre después de jornadas extenuantes de predicación y curación de enfermos.
¿Qué nos quiere decir todo esto a nosotros? Que a pesar de tener muchas ocupaciones, es importante dedicar ratos largos, reposados y tranquilos a la oración, apartados de la actividad como los que pasaba Cristo orando al Padre. Y es que estamos llamados a una oración íntima con el Señor, donde el alma se encuentre con Dios su creador y su Esposo. En nosotros debe haber esa sed que nos haga decir al Señor como la esposa del Cantar de los Cantares: «Ponme como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu brazo, porque el amor es fuerte como la muerte, la pasión, inexorable como el abismo» (Ct 8,6).
La Cuaresma es un tiempo apropiado para dar respuesta a esta llamada a la intimidad y la unión con Dios, que es lo que estamos llamados a vivir a todos. Dedicar tiempos especiales al Señor, dentro de las posibilidades de cada uno, tiempos de remanso, de oración profunda. Y la motivación principal no debe ser el satisfacer nuestra alma, sino que esto será su consecuencia. La principal motivación es el ofrecimiento a vivir esa intimidad que él nos hace y que él lo quiere. Oremos, dediquemos tiempo al Señor porque Él tiene sed de nosotros. Es lo que experimentó santa Teresa de Calcuta en su vida, cuando sentía que el Señor le decía: «Tengo sed de ti».
Vivimos más conectados que nunca, pero preguntémonos: ¿y con Dios? ¿Qué estoy dispuesto a hacer o dejar de hacer para vivir esta intimidad con Dios? Él tiene sed de tu amor y tú la tienes de Él.