Fecha: 13 de abril de 2025
Estimadas y estimados, con motivo del tema central de este Año Jubilar, la esperanza, y en el umbral de la Semana Santa, quisiera hablaros sobre esta pequeña segunda virtud teologal, inspirándome libremente en El pórtico del misterio de la segunda virtud, poema de Charles Péguy (1873-1914). El motivo es que esta segunda virtud suele pasar desapercibida, eclipsada por el peso de la fe y la urgencia de la caridad.
La fe, afirma Péguy, debería ser evidente si la huella del pecado no hubiera oscurecido nuestra mirada. La simple observación de las cosas creadas debería conducirnos al conocimiento del Creador (cf. Rom 1,20).
La caridad, igualmente, cae por su propio peso. Cualquier ser humano, dotado de una sensibilidad mínimamente sana, no puede dejar de sentir compasión ante el sufrimiento de sus semejantes. Solo el pecado, personal y estructural, explica la indiferencia ante las miserias del mundo.
La esperanza, en cambio, es una virtud sorprendente. Consiste en confiar en un futuro mejor, a pesar de las numerosas decepciones vividas en el pasado y en el presente. Significa no avergonzarse de mantener la ilusión, aunque sepamos que podemos ser considerados ilusos. Sin embargo, cuando la esperanza se aferra a experiencias concretas, se olvida de que Dios es siempre sorpresa. La esperanza requiere la inocencia del corazón: es la capacidad de descubrir este rincón de inocencia tanto en nosotros mismos como en el corazón de los demás.
La fe, dice Péguy, es una esposa fiel. La caridad, una madre solícita. Y la esperanza es una niña pequeña que camina tomada de la mano de sus dos hermanas mayores. Podría parecer que ambas la sostienen y protegen, pero, en realidad, es la pequeña quien las hace avanzar.
Efectivamente, la fe, de tanto desear ser fiel, puede volverse temerosa. Desconfía de cualquier cambio o movimiento que pueda llevarla al error o la infidelidad. Y dado que la vida implica movimiento constante, la fe corre el riesgo de alejarse del lugar donde las personas viven su día a día, terminando protegida tras un cristal, como una valiosa pieza de museo. Esto ocurre con la fe cuando camina sola.
La caridad, movida por la compasión, se agita en todas direcciones intentando responder a las múltiples llamadas que surgen de todas partes. Pero, a largo plazo, tanto movimiento no es sostenible. A veces, cae en el desánimo al comprobar que sus esfuerzos no producen resultados evidentes. O se vuelve selectiva, o incluso se molesta cuando la sociedad reclama como derecho aquello que ella percibe como beneficencia. Así termina la caridad cuando actúa sola.
La esperanza, en cambio, siempre mira hacia adelante. Porque « nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios» (Lc 9,62). La pequeña esperanza aún no tiene fuerzas suficientes para sostener sola el arado, pero toma de la mano a sus dos hermanas, la fe anquilosada y la caridad desorientada, y las impulsa hacia adelante. Y, así, es ella quien anima a la fe y orienta a la caridad.
¡Feliz Semana Santa!