Fecha: 20 de abril de 2025

Estimadas y estimados, Este Año Jubilar de la esperanza debe ayudarnos a vivir y comprender con mayor profundidad el misterio del tiempo pascual que hoy comenzamos. El aleluya, cantado con entusiasmo por todo el pueblo santo de Dios y añorado durante este largo tiempo de Cuaresma, no es un elemento decorativo, sino expresión de la alegría que nace del corazón cuando celebramos que las promesas de Dios se cumplen en Jesús de Nazaret. Y, sin embargo, este aleluya no puede cantarse con sinceridad sin haber recorrido el Triduo Pascual, porque la resurrección del Señor no es un triunfalismo, sino el fruto de su entrega total y libre a la humanidad.

Esa es la lección que hoy y siempre nos ofrecen las mujeres del sepulcro. Ellas habían contemplado con sus propios ojos el fracaso de su Maestro, colgado en una cruz. «Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca» —les había dicho una y otra vez por los caminos de Galilea—. Y ahora, en la oscuridad de aquel mediodía fatídico, ¿dónde estaba el cumplimiento de ese Reino? El camino humilde del Nazareno no había servido de nada…

La reacción más lógica y razonable habría sido abandonar, pensar que Jesús se había equivocado, que sus predicciones eran una simple quimera. Pero aquellas mujeres no desertan, no huyen. Al contrario, continúan activas en su interior y, pasado el descanso obligatorio del sábado, regresan con la intención de ungir el cuerpo del Maestro. Su movimiento es esencial. Un movimiento que no se basa en la fuerza de la razón, sino en la fuerza del amor que las empuja. Qué poca importancia dan a la gran piedra del sepulcro, a los guardias, a todos aquellos que se reirán de ellas por realizar un gesto inútil y absurdo. Qué poca importancia dan a su tristeza y abatimiento, que las habría recluido en casa en la inactividad de la desesperanza. ¡No! Ellas han recibido una gracia sobrenatural que las sitúa en otro lugar, el espacio del Reino, porque «si esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia» (Rm 8,25).

Es desde su búsqueda que descubren la novedad de Dios. Al llegar al sepulcro, todo es nuevo y sorprendente. ¿Dónde está el cuerpo que ellas mismas vieron sepultar? ¿Quiénes son aquellos de vestidos resplandecientes que les hablan? Y sus dudas son respondidas con otra pregunta: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24,5-6).

Una luz brota en sus corazones. Así pues, ¿será verdad que el Reino ha irrumpido definitivamente en la vida de los seres humanos? ¿Será verdad que aquel camino de servicio y de humildad predicado por el Maestro se convierte en fuente de vida eterna? No se trata de comprobaciones empíricas. Para descubrirlo, solo podemos levantarnos al alba, encaminarnos hacia el sepulcro y dejarnos sorprender por Dios.

¡Santa Pascua!