Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La Primera Carta del apóstol Pedro lleva en sí ¡una carga extraordinaria! Es necesario leerla una, dos, tres veces para comprender esta carga extraordinaria: consigue infundir gran consolación y paz, haciendo percibir como el Señor está siempre junto a nosotros y no nos abandona nunca, sobre todo en las fases más delicadas y difíciles de nuestra vida. Pero ¿cuál es el “secreto” de esta Carta, y de manera particular del pasaje que acabamos de escuchar (cf 1 Pt 3,8-17)? Esta es una pregunta. Sé que vosotros hoy tomaréis el Nuevo Testamento, buscaréis la primera Carta de Pedro y la leeréis despacio despacio, para entender el secreto y la fuerza de esta Carta. ¿Cuál es el secreto de esta Carta?

El secreto está en el hecho de que este escrito tiene sus raíces directamente en la Pascua, en el corazón del misterio que vamos a celebrar, haciéndonos así percibir toda la luz y la alegría que se desprende de la muerte y resurrección de Cristo. Cristo verdaderamente ha resucitado, y este es un bonito saludo para darnos el día de Pascua: “¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo ha resucitado!”, como hacen muchos pueblos. Recordarnos que Cristo ha resucitado, está vivo entre nosotros, está vivo y habita en cada uno de nosotros. Es por esto que san Pedro nos invita con fuerza a adorarlo en nuestros corazones (cf v. 16). Allí el Señor demora en el momento de nuestro Bautismo, y desde allí continúa renovándonos a nosotros y a nuestra vida, colmándonos de su amor y de la plenitud del Espíritu. He aquí entonces por qué el apóstol nos aconseja dar razón de la esperanza que hay en nosotros (cf v. 16): nuestra esperanza no es un concepto, no es un sentimiento, no es un móvil, ¡una montaña de riquezas! Nuestra esperanza es una Persona, es el Señor Jesús que reconocemos vivo y presente en nosotros y en nuestros hermanos, porque Cristo ha resucitado. Los pueblos eslavos cuando se saludan, en lugar de decir “buenos días”, “buenas tardes”, los días de Pascua se saludan con este “¡Cristo ha resucitado!”, “Christos voskrese!” dicen entre ellos; ¡y están felices de decirlo! Y este es el “buenos días” y el “buenas tardes” que se dan: “¡Cristo ha resucitado!”.

Comprendemos entonces que de esta esperanza no se debe tanto dar razón a nivel teórico, de palabra, sino sobre todo con el testimonio de la vida, y que esto sea tanto dentro de la comunidad cristiana, como fuera de ella. Si Cristo está vivo y vive en nosotros, en nuestro corazón, entonces debemos dejar también que se haga visible, no esconderlo, y que actúe en nosotros. Esto significa que el Señor Jesús debe convertirse siempre cada vez más en nuestro modelo: modelo de vida y que nosotros debemos aprender a comportarnos como Él se ha comportado. Hacer lo que hacía Jesús. La esperanza que habita en nosotros, entonces, no puede permanecer escondida dentro de nosotros, en nuestro corazón: pues, sería una esperanza débil, que no tiene el valor de salir fuera y hacerse ver; sino nuestra esperanza, como se observa en el Salmo 33 citado por Pedro, debe necesariamente salir fuera, tomando la forma exquisita e inconfundible de la dulzura, del respeto, de la benevolencia hacia el prójimo, llegando incluso a perdonar a quien nos hace daño. Una persona que no tiene esperanza no consigue perdonar, no consigue dar la consolación del perdón y tener la consolación de perdonar. Sí, porque así ha hecho Jesús, y así continúa haciendo a través de quienes le dejan espacio en su corazón y en su vida, con la conciencia de que el mal no se vence con el mal, sino con la humildad, la misericordia y la docilidad. Los mafiosos piensan que el mal se puede vencer con el mal, y así desencadenan la venganza y hacen muchas cosas que todos nosotros sabemos. Pero no conocen qué es la humildad, misericordia y docilidad. ¿Y por qué? Porque los mafiosos no tienen esperanza. Pensad esto.

He aquí por qué san Pedro afirma que «más vale padecer por obrar el bien que por obrar el mal» (v. 17): no quiere decir que está bien sufrir, sino que, cuando sufrimos por el bien, estamos en comunión con el Señor, el cual ha aceptado padecer y ser puesto en la cruz por nuestra salvación. Cuando entonces también nosotros, en las situaciones más pequeñas o más grandes de nuestra vida, aceptamos sufrir por el bien, es como si esparciésemos entorno a nosotros semillas de resurrección, semillas de vida e hiciésemos resplandecer en la oscuridad la luz de la Pascua. Es por esto que el apóstol nos exhorta a responder «deseando el bien» (v. 9): la bendición no es una formalidad, no es solo un signo de cortesía, sino un don grande que nosotros en primer lugar hemos recibido y que tenemos la posibilidad de compartir con los hermanos. Es el anuncio del amor de Dios, un amor desmesurado, que no se agota, que no desaparece y que constituye el verdadero fundamento de nuestra esperanza. Queridos amigos, comprendemos también por qué el apóstol Pedro nos llama «bienaventurados», cuando deberíamos sufrir por la justicia (cf v. 13). No es solo por una razón moral o ascética, sino que es porque cada vez que nosotros tomamos la parte de los últimos y de los marginados o que no respondemos al mal con el mal, sino perdonando, sin venganza, perdonando y bendiciendo, cada vez que hacemos esto nosotros resplandecemos como signos vivos y luminosos de esperanza, convirtiéndonos así en instrumento de consolación y de paz según el corazón de Dios. Y así seguimos adelante con la dulzura, la docilidad, el ser amables y haciendo el bien incluso a los que no nos quieren bien, o nos hacen daño. ¡Adelante!

LLAMAMIENTOS

Mi pensamiento va dirigido en este momento al grave atentado de hace días en el metro de San Petersburgo, que ha provocado víctimas y desconcierto en la población. Mientras encomiendo a la misericordia de Dios a cuantos trágicamente han desaparecido, expreso mi espiritual cercanía a sus familiares y a todos los que sufren a causa de este dramático evento. Asistimos aterrorizados a los últimos eventos en Siria. Expreso mi firme desaprobación por la inaceptable masacre acaecida ayer en la provincia de Idlib, donde han sido asesinadas decenas de personas inermes, entre las cuales muchos niños. Rezo por las víctimas y sus familias y hago un llamamiento a la conciencia de quienes tienen responsabilidades políticas, a nivel local e internacional, para que cese esta tragedia y se ofrezca alivio a esa querida población desde hace mucho tiempo extenuada por la guerra. Animo, igualmente, los esfuerzos de quien, aun en la inseguridad y en la desesperación, se esfuerza en hacer llegar ayuda a los habitantes de esa región.

 

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