Fecha: 2 de julio de 2023
Hemos hablado de alianzas buenas y de alianzas “no tan buenas”. Para discernirlas conviene averiguar sobre todo el motivo (el origen) y el objetivo (la finalidad) que las justifica. Se han de tener en cuenta también otros detalles: cómo se establecen, qué condiciones se exigen y cómo se llevan a cabo.
Los cristianos asumimos aquella forma de Alianza que estableció Yahvé con su Pueblo en el Sinaí, y que fue llevada a su plenitud en la Nueva y Eterna Alianza de Dios con la humanidad a través Jesucristo, su muerte y resurrección.
Como decíamos, la fuente de esta Alianza no es otra que la misericordia y el amor descendente de Dios. Un amor totalmente gratuito que se manifestó ya así en el Sinaí (“Si el Señor os ha preferido y elegido a vosotros, no es porque seáis la más grande de las naciones… El Señor os sacó de Egipto, donde erais esclavos, y con gran poder os libró del dominio del faraón, porque os ama y quiso cumplir la promesa que había hecho a vuestros antepasados”: Dt 7,7-9). Con más razón y en plenitud el amor gratuito de Dios se comunicó a través de la Nueva Alianza (cf. Hb 8-9).
Es un amor que, al ser recibido, vincula, como todo verdadero amor. El momento cumbre de su recepción y su vínculo llega hasta nosotros sobre todo a través de la Eucaristía: “Tomad y bebed, esta es mi sangre, sangre de la Alianza Nueva y Eterna que será derramada por vosotros…”
Pero aquí nos interesa subrayar que esta Alianza Nueva y Eterna es la fuente, la razón y el motivo de que todos los que somos “alcanzados” por ella nos convirtamos en hacedores de alianzas. Somos, o hemos de ser, auténticos fermentos de alianzas en todos los ámbitos de nuestra vida. Empecemos por el matrimonio o los compromisos en la vida consagrada y sacerdotal, que para nosotros son verdaderos signo del amor nuevo y eterno; sigamos por alianzas que sellan amistades; también por compromisos que impregnan nuestra vida social, sea en el ámbito cultural, en el comercial o en el político…
Volviendo a la visión un tanto pesimista de nuestra vida social, recordamos la urgencia de que esto cambie. El clima político que crea la inminencia de elecciones nos devuelve la imagen inquietante de múltiples alianzas, pero casi siempre con la etiqueta de “alianzas interesadas”. ¿Es inevitable?; ¿todo esto tiene un límite?; ¿el interés pragmático es el último criterio para valorar los movimientos políticos? Al final siempre acabamos en una conclusión semejante: la democracia tiene sus valores, pero también límites. Es el menos malo de los sistemas de convivencia ciudadana y el más respetuoso con los derechos humanos. Defendamos sus valores y aceptemos sus límites.
Pero eso no significa que perdamos de vista la Alianza Nueva y Eterna. Aquella que procede del amor total, misericordioso y sincero, que se nos ha regalado en Cristo. No se trata solo de “imitar desde fuera” esa manera de alianza, sino de activar el recuerdo y la vivencia profunda de que vivimos vinculados realmente por aquella alianza que culmina el amor que libera y permite vivir en paz y esperanzados.
Quizá, quienes intentemos vivir esa Alianza logremos que nuestro mundo avance un poco, cambie algo, en dirección hacia esa plenitud de amor que ilumina y vincula, es decir, que salva.