Fecha: 12 de noviembre de 2023
Es típica la imagen de una calavera en la mesilla de noche de la celda en un convento; o al lado de un santo asceta en oración. Determinada literatura (cine, teatro, etc.) ha ridiculizado la fe cristiana con caricaturas de figuras o representaciones, que pretenden mostrarla como oscurantista, represora, obsesiva, e incluso masoquista, presentándola vinculada a vivencia enfermiza de la muerte.
Esta manera de ver la fe cristiana es falsa, al menos representa una imagen falseada de lo que verdaderamente es. Quien haya penetrado en el Evangelio de Jesucristo y en la historia de la Iglesia, ciertamente hallará la presencia de la muerte como experiencia fundamental del cristiano, pero no por la muerte misma, sino por el hecho de entenderla unida a la gran vivencia del amor. Y no en el sentido romántico, como hacen muchos artistas, sino según lo vivió Jesucristo.
Centrándonos en este argumento nos viene a la mente la biografía de esa gran mártir de la fe ortodoxa rusa, que fue María Skobstsov, tal como nos lo relata el libro testimonio escrito por la profesora Emilia Bea Pérez. Nos dice esta autora:
“Hay muertes gloriosas y muertes serenas. La de la Madre María, que se había entregado por entero a los demás, fue una muerte humillada, despojada, semejante a la de su Maestro llevado al suplicio. Oh muerte, yo no te he amado a ti, no. He amado lo que está vivo en el mundo: la eternidad” (María Skobtsov, 113)
La vida de esta mujer, cúmulo de las experiencias más radicales y diferentes, constituye toda una parábola de nuestra historia reciente. Su trayectoria describe la huida de la represión asesina del comunismo, en el cual ella creyó, y el hallazgo de la muerte, no menos cruel, de la dictadura nazi. En el camino halló la fe cristiana y vivió su conversión a Cristo.
Ella, envuelta en la experiencia de la persecución y de la muerte, vivió la guerra, aún más cercana que nosotros. Este es su testimonio:
“La guerra es el ala de la muerte que planea sobre el mundo. Y es también al mismo tiempo y para millares de seres humanos, la puerta abierta a la eternidad, la puesta en cuestión del orden pequeño burgués, del bienestar y de la estabilidad. La guerra es una llamada. La guerra es lo que nos abre los ojos”. Todo depende de nuestra respuesta: “Con todo mi ser, con toda mi fe, con toda la fuerza de mi espíritu sé que en este preciso momento Dios mismo visita su mundo. Y este mundo puede recibirle, abrirle su corazón”.
Palabras atrevidas y en cierto modo escandalosas entre quienes tenemos claro que se ha de luchar contra la guerra. Pero son palabras que solo se entienden en el contexto de una visión profundamente cristiana de la vida y de la muerte. Todos entenderían que escribiera un artículo sobre “La guerra como revolución” (ella misma la había practicado), pero en realidad escribió un opúsculo titulado “La guerra como revelación”. Huida de la dictadura soviética, en medio de una vida consagrada a la oración y a la ayuda a sus compatriotas, ante la inminente guerra y persecución declaradas por los nazis, asume el reto desde la fe cristiana, proclamará a sus hermanos:
“El tiempo de dar testimonio de la fe ha llegado. Esta es la cuestión: cómo ser auténticos cristianos durante la ocupación, es decir, cómo confesar públicamente la fe y el amor a Cristo”.
Vivir el sufrimiento y la muerte sin dejar de amar, solo se puede lograr cuando uno mismo está convencido de que el amor es más valioso y poderoso que la muerte. En esto consiste la salvación que nos trajo Jesucristo. Su traducción a la vida más cotidiana significa, entre otras cosas, vencer al mal a fuerza de bien.