Fecha: 29 de septiembre de 2024
El miedo, consciente o no, al futuro como hemos dicho, es la causa de reacciones negativas: apatía, disenso, abandono, refugio en intimidades protegidas, individualistas o compartidas en grupos aislados, etc. También hemos aludido a reacciones en el sentido de un optimismo ingenuo, una confianza ciega en nuestras capacidades… A éstas hay que añadir una reacción muy frecuente entre nosotros, que sería más reconocida si fuéramos más conscientes. Nos referimos a “la huida” en sus diferentes formas, la primera, justamente la huida al silencio (“de lo que hace sufrir sin solución, mejor no hablar”).
La huida es una reacción ante el sufrimiento presente y ante la perspectiva de un futuro que puede continuar la crisis actual o quizá empeorarla. Una reacción alimentada por el reconocimiento de la propia incapacidad para afrontar el problema que hace sufrir. Si además se vive condicionado por un sentimiento de soledad, entonces la angustia es más profunda y la huida más radical.
Más allá de una posible valoración moral de la huida, que para algunos sería una actitud de cobardía, vemos que en muchos casos se adopta porque tiene un efecto compensatorio. Es decir, que consiste en hallar un lugar de refugio, un lugar en el que no se sienta el acoso del dolor. Ya que en la mayoría de casos este lugar es falso, solo apariencia, como un espejismo o una medicina cuyo único efecto es constituir un “placebo”, entonces decimos que la huida, más que refugio, es un “subterfugio”. Lo mismo que determinadas filosofías decían de la religión.
Uno de los primeros fundamentos del edificio de nuestra fe es justamente no huir, no engañarnos, abrir bien los ojos a la realidad. En algún lugar he leído este apotegma de Evagrio Póntico (s. IV): “El monje que huye de la celda, no solo huye de Dios, sino también de sí mismo”. Pensamos muchas veces que la diversión de nuestros jóvenes (y no solo jóvenes) no es más que un sistema de huidas de sí mismos, evasiones compensatorias de la dificultad que exige la vida cotidiana. Es en nuestra celda, allí donde vivimos lo cotidiano, a veces hallamos sufrimiento, la realidad nos abre grandes interrogantes. Pero justamente es el lugar y el momento, en que Dios quiere hablar con nosotros. Él siempre evitó dialogar en un mundo artificial (artificioso) en el que no estuviera presente la vida cotidiana, con sus dificultades y sus alegrías.
Nosotros, los creyentes, no tenemos una receta, ni proponemos un ejercicio psicológico como panacea para curar el miedo al futuro. En realidad, fuera de fenómenos patológicos que pueden ser tratados por especialistas, el miedo al futuro es propio también de personas maduras que ven la realidad y son conscientes de la debilidad humana. Y ante ella hay que echar mano de honradez y valentía. “Madurez” supone realismo y reconocimiento de los propios límites. Un reconocimiento que garantiza “caminar en la verdad”, como decía Santa Teresa de Jesús definiendo la virtud de la humildad.
Eso sí, este ejercicio de realismo y humildad es en verdad “curativo”. Vivido delante del Dios creador y providente, que no deja de amar, siendo tantas veces incomprensible, produce una gran paz. Ese Dios, Padre de Jesucristo, no cesará de pedirnos que no dejemos de caminar en la verdad, pero al mismo tiempo nos mostrará esos brazos siempre abiertos, cuya contemplación invita al abandono. Nosotros, nuestras vidas y el futuro, también están en sus manos. Desde el mañana Él nos llama. Mientras no nos muestre lo contrario, mientras no decida concluir nuestro itinerario en este mundo, quiere construir el futuro con nosotros y en el mañana también nos espera.