Fecha: 3 de noviembre de 2024
Sin duda, el cristiano no tiene miedo al futuro, aunque le parezca incierto y no controlable. Sabe que siempre hallará agua fresca y reconfortante en su camino. Esta agua es el mismo amor de Dios, ofrecido como don y gracia a través de sus diversos caminos.
Uno de estos caminos es el conjunto de los sacramentos, en los que ese amor invisible se nos ofrece encarnado en signos visibles. Cada vez que participamos en una celebración sacramental, sea cual sea, el camino futuro se nos abre y nos llama a seguir con esperanza.
Entre ellos, según la obra concreta de Jesús, hemos de destacar la Eucaristía. Cuando Jesús pensó en el peligro que corríamos de sucumbir ante las dificultades, el miedo, la impotencia, el fracaso, el desánimo, “inventó” la Eucaristía. Él “hizo” la Eucaristía (en su vida y en el gesto sacramental) pensando en nosotros. Por eso añadió, tras la celebración, “haced esto” (Lc 22,11)… y tendréis vida (cf. Jn 6,54).
En realidad vamos a misa, en principio para obedecer el mandato de Jesús, pero sabemos que, obedeciéndole, podemos seguir viviendo. Es decir, podemos seguir mirando al futuro sin miedo y adentrarnos en él con absoluta confianza.
Es la celebración de la Eucaristía en sí misma la que nos devuelve la esperanza y la seguridad ante el futuro. Pero algunos momentos de esta celebración son particularmente estimulantes en este sentido. Así la primera parte, que denominamos la Palabra.
La Primera parte de la celebración de la Misa, la Palabra, es un diálogo. Y, como tal, resulta claramente reconfortante. Algunos psicólogos humanistas, como Victor Frankl, sostienen el poder sanador de la palabra, el dialogo, en tanto que dador de sentido, para superar los momentos más duros de sufrimiento humano. Es algo que hemos aprendido de la misma Historia de la Salvación, de la práctica de Jesús, y de la estructura de los sacramentos. Vamos a Misa y lo primero que hacemos es disponernos a la escucha de la Palabra y a la respuesta que le queremos dar.
Los especialistas en el acompañamiento siempre han dicho que en situaciones críticas lo esencial es lograr que el acompañado se sienta reconocido y valorado y que, en consecuencia, la comunicación, mediante la palabra, el silencio o el gesto, den a entender este reconocimiento. Eso ya lo sabía Dios desde siempre, por eso dice la Carta a los Hebreos “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres… Ahora nos ha hablado por medio de su Hijo” (Hb 1,1-2). Y Jesucristo, el Salvador del mundo, es justamente la Palabra (cf. Jn 1,1ss.)
Sólo el hecho hablar, escuchar y responder ya es ocasión de esperanza. El tormento más duro es estar sometido a un silencio absoluto, y las crisis de amistad suelen ir acompañadas de grandes silencios negativos (“ya no nos hablamos”, “le he bloqueado sus mensajes en el móvil”), mientras que es un gran honor ser tenido como “digno” de la palabra a los ojos de quien nos habla, sobre todo si quien lo intenta es nada menos que Dios.
Otro capítulo es lo que esa Palabra nos dice. En el caso de la Misa es una Palabra hecha próxima y cercana mediante la predicación. Si lo que nos llega es realmente Palabra de Dios, podrá transmitir una verdad fuerte, inquietante y profética, o bien una verdad consoladora, estimulante, de anuncio, pero siempre será palabra de esperanza, palabra de apertura de futuro abierto. Palabra de apertura al perdón, al gozo de amar más, a la alegría de conocer más y vivir con más profundidad el amor de Dios.
Quien de verdad va a Misa no puede ver el futuro absolutamente cerrado. Ya con la Palabra la puerta se empieza a abrir y entra la primera claridad.