Fecha: 22 de septiembre de 2024

Albergamos un deseo sincero e intenso de comunicar esperanza. Un deseo que nace del contacto con personas y grupos desesperanzados, dentro y fuera de la Iglesia. Aunque las características del decaimiento personal i social en uno u otro de estos dos ámbitos tienen muchos factores en común, también muestran características muy particulares.

No nos referimos únicamente a personas que sienten trágicamente la falta de esperanza, aquellos que viven un presente marcado por el sufrimiento crónico sin perspectiva de «solución». Nos referimos también a quienes viven de hecho sin una visión del futuro suficientemente positiva como para afrontar con madurez el presente. Existe entre nosotros un miedo al futuro, a veces no confesado, pero que tiene clares manifestacions en la vida cotidiana.

Ya pasó el tiempo en que la fe ciega en el progresso nos hacía vivir orgullosamente satisfechos. Estábamos convencidos de que podíamos controlar el mañana, construir un mundo feliz. En el ámbito religioso eclesial era frecuente la llamada al compromiso de «construir el Reino de Dios». Pero la misma experiencia nos está poniendo interrogantes.

Hoy pervive esta fe en el progreso, pero ya no es tan ciega: han pasado y pasan cosas tan graves e inesperadas, que vamos poniendo sordina al optimismo. La fe en el progreso hoy solo se escucha en el lenguaje de los políticos y en los anuncios publicitarios que siempre prometen paraísos. Pero de hecho se reduce a un vivir convencidos de que la humanidad (ese sujeto anónimo, sin nombre propio) es capaz de hallar soluciones racionales, científicas o técnicas a los males inmediatos. Sin embargo sabemos que estas soluciones también son limitadas y, sobre todo, estamos convencidos de que el futuro no está solo en «tener capacidades racionales o técnicas», sino que los recursos están en manos de personas concretas, que desde su libertad y su poder pueden construir un mañana realmente oscuro. Hay signos que denotan el comienzo de una desmitificación de ideas, ideologías, sistemas, mentalidades, que antes nos daban seguridad ante un futuro problemático. Eran recursos que nos daban poder…

En el ámbito eclesial el fenómeno adquiere una profundidad particular. La Iglesia ha vivido estos últimos cincuenta años una cierta fe en el progreso, con el deslumbramiento ante ideas, lenguajes, métodos, reformas, novedades, que hacían pensar en un futuro nuevo y esperanzador. Entre otros logros se señalaba el haber finalmente sintonizado con el mundo y, por tanto, la Iglesia sería más escuchada y progresaría en su misión evangelizadora (fundamentalmente transformadora). Una convicción que ha alimentado la mayoría de las opciones, los programas, las realizaciones pastorales llevadas a cabo durante este período, sin duda bien motivados por una buena intención. Y en ello radicaba la seguridad ante el futuro, la certeza de lograr el sueño de una Iglesia reformada, más eficaz y más auténtica.

La realidad presente, sin embargo, ofrece no pocos interrogantes. El futuro es objeto de grave preocupación. Hay signos que lastran fuertemente una visión positiva del futuro de la Iglesia (dando por supuesto, naturalmente, lo que el Señor disponga en su Providencia). Una preocupación (un temor) ante el futuro que está provocando estos signos de apatía, disenso, abandono, refugio en intimidades protegidas, individualistes o compartidas en grupos aislados, etc.

Conviene que escuchemos lo que dice el libro del Apocalipsis: Cristo es el Alfa y la Omega, el principio y el fin de la historia y del universo (Ap 1,8).