Queridos hermanos y hermanas:

Como ya sabéis -gracias por vuestra simpatía!- he decidido renunciar al ministerio que el Señor me confió el 19 de abril de 2005. He hecho esto con plena libertad para el bien de la Iglesia, después de haber orado largamente y tras examinar mi conciencia antre Dios, bien consciente de la gravedad de una decisión como ésta, pero también consciente de no ser ya capaz de llevar a cabo el ministerio petrino con la fuerza que se requiere. Me apoya y me ilumina la certeza de que la Iglesia es Cristo, que nunca se perderá su liderazgo y su cuidado. Gracias a todos por vuestro amor y por la oración con qué me habéis acompañado. ¡Gracias! He sentido casi físicamente en estos días, no fáciles para mí, el poder de la oración, que el amor de la Iglesia, vuestra oración, me lleva. Continuad orando por mí, por la Iglesia, por el Papa. El Señor nos guiará.

Las tentaciones de Jesús y la conversión por el reino del Cielo

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, Miércoles de Ceniza, iniciamos el tiempo litúrgico de la Cuaresma, cuarenta días que nos preparan a la celebración de la Santa Pascua; es un tiempo de particular compromiso en nuestro camino espiritual. Al número cuarenta se recurre varias veces en la Sagrada Escritura. En particular, como sabemos, esto nos lleva a los cuarenta años durante los cuales el pueblo de Israel peregrinó por el desierto: un largo periodo de formación para convertirse en pueblo de Dios, pero también un largo periodo en el que la tentación de ser infieles a la alianza con el Señor estaba siempre presente. Cuarenta fueron también los días de camino del profeta Elías para llegar al Monte de Dios, el Horeb; como también el periodo que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública y donde fue tentado por el demonio. En esta catequesis querría detenerme precisamente en este momento de la vida terrena del Señor, que leeremos en el Evangelio del próximo domingo.

En primer lugar el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre es privado de los apoyos materiales y se encuentra de frente a las preguntas fundamentales de la existencia, es empujado a ir al esencial y precisamente por esto es más fácil encontrar a Dios. Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay tampoco vida y es un lugar de soledad, en la que el hombre siente con más intensidad la tentación. Jesús va al desierto y allí se somete a la tentación de dejar la vía indicada por el Padre para seguir los caminos más fáciles y mundanos (cf. Lc 4,1-13). Así Él carga con nuestras tentaciones, lleva consigo nuestra miseria, para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, el camino de la conversión.

Reflexionar sobre las tentaciones a las que Jesús fue sometido en el desierto es una invitación para cada uno de nosotros a responder a una pregunta fundamenta: ¿qué es importante realmente en mi vida? En la primera tentación el diablo propone a Jesús convertir la piedra en pan para saciar el hambre. Jesús rebate que el hombre vive también de pan, pero no sólo: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede salvar (cf. vv. 3-4). En la segunda tentación, el demonio propone a Jesús la vía del poder: lo conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero no es este el camino de Dios: Jesús tiene muy claro que no es el poder mundano el que salva al mundo, sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor (cf. vv. 5-8). En la tercera tentación, el demonio propone a Jesús de tirarse del pináculo del Templo de Jerusalén y que lo salve Dios mediante sus ángeles, de hacer algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cf. vv. 9-12). ¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufrió Jesús? Es la propuesta de instrumentalización de Dios, de usarlo para los propios intereses, para la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en definitiva, de ponerse en lugar de Dios, sacándolo de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse ahora: ¿qué lugar tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o soy yo?

Superar la tentación de someter Dios a sí y a los propios intereses o de ponerlo en un rincón y convertirse al justo orden de prioridad, dar a Dios el primer puesto, es un camino que cada cristiano tiene que recorrer siempre de nuevo. «Convertirse», una invitación que escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de forma que su Evangelio se guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa reconocer que somos criaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y solamente «perdiendo» nuestra vida en Él podemos ganarla. Esto exige trabajar nuestras elecciones a la luz de la Palabra de Dios. Hoy no se puede ser cristiano como simple consecuencia del hecho de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace de una familia cristiana y es educado religiosamente debe, cada día, renovar la elección de ser cristiano, es decir dar a Dios el primer puesto, frente a las tentaciones que una cultura secularizada le propone continuamente, frente al juicio crítico de muchos contemporáneos.

Las pruebas ante las cuáles la sociedad actual pone al cristiano, de hecho, son muchas y tocan la vida personal y social. No es fácil ser fiel al matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar espacio a la oración y al silencio interior; no es fácil oponerse públicamente a elecciones que muchos consideran obvias, como el aborto en caso de embarazo no deseado, la eutanasia en caso de enfermedades graves, o la selección de embriones para prevenir enfermedades hereditarias. La tentación de poner la fe a parte está siempre presente y la conversión se convierte en una respuesta a Dios que debe ser confirmada más veces en la vida.

Están como ejemplo y estímulo las grandes conversiones como la de san Pablo de camino a Damasco, o de san Agustín, pero también en nuestra época de eclipse del sentido de lo sagrado, la gracia de Dios actúa y obra maravillas en la vida de muchas personas. El Señor no se cansa de llamar a la puerta del hombre en contextos sociales y culturales que parecen tragados por la secularización, como le ha sucedido al ruso ortodoxo Pavel Florenskij. Después de una educación completamente agnóstica, hasta el punto de sentir verdadera hostilidad hacia las enseñanzas religiosas impartidas en la escuela, el científico Florenskij termina exclamando: «¡No, no se puede vivir sin Dios!», y cambia completamente su vida, para convertirse en sacerdote.

Pienso también en la figura Etty Hillesum, una joven holandesa de origen hebreo que murió en Auschwitz. Inicialmente lejana de Dios, lo descubre mirando profundamente dentro de sí misma y escribe: «Un pozo muy profundo está dentro de mi. Y Dios está en ese pozo. A veces consigo alcanzarlo, más a menudo piedra y arena lo cubre: por tanto Dios está sepultado. Es necesario desenterrarlo de nuevo.» En su vida dispersa e inquieta, encuentra a Dios precisamente en medio de la tragedia del siglo XX, la Shoah. Esta joven frágil e insatisfecha, transfigurada por la fe, se transforma en una mujer llena de amor y de paz interior, capaz de afirmar: «Vivo constantemente en intimidad con Dios.»

La capacidad de contrarrestar las marcas ideológicas de su tiempo para elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe lo testimonia también una mujer de nuestro tiempo, la estadounidense Dorothy Day. En su autobiografía, confiesa abiertamente haber caído en la tentación de resolver todo con la política, adhiriéndose a la propuesta marxista. «Quería ir con los manifestantes, ir a la cárcel, escribir, influir en los otros y dejar mi sueño al mundo. ¡Cuánta ambición y cuanta búsqueda de mí misma había en todo esto!.» El camino hacia la fe en un ambiente así de secularizado era particularmente difícil, pero la Gracia actúa igual, como ella misma subraya: «Es cierto que yo sentía más a menudo la necesidad de ir a la iglesia, a ponerme de rodillas, a inclinar la cabeza en oración. Un instinto ciego, se podría decir, porque no era consciente de orar. Pero iba, me metía en la atmósfera de oración.» Dios la ha conducido a una consciente unión a la Iglesia, en una vida dedicada a los necesitados.

En nuestra época no son pocas las conversiones intensas como el retorno de quien, después de una educación cristiana quizá superficial, se ha alejado durante años de la fe y después descubre de nuevo a Cristo y su Evangelio. En el libro del Apocalipsis leemos: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (3,20). Nuestro hombre interior debe prepararse para ser visitado por Dios, y precisamente por esto no debe dejarse invadir de la ilusión, de las apariencias, de las cosas materiales.

En este tiempo de Cuaresma, en el Año de fe, renovamos nuestro compromiso en el camino de conversión, para superar las tendencia de cerrarnos en nosotros mismo y para hacer, sin embargo, espacio a Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana. La alternativa entre el cerrarnos en nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y de los otros, podemos decir que corresponde a la alternativa de las tentaciones de Jesús, entre poder humano y amor de la Cruz, entre una redención vista en el único bienestar material y una redención como obra de Dios, al que damos el primado en la existencia. Convertirse significa no cerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en Dios y el amor se conviertan en lo más importante.

 

 

 

 

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