Fecha: 5 de noviembre de 2023

Estimadas y estimados, una noticia que no es tan noticia: nos hacen falta más vocaciones en el ministerio ordenado y en la vida consagrada, pero sobre todo en la vida cristiana de personas bautizadas.

A la hora de pensar en una pastoral específica de las vocaciones, es preciso también trabajar para ir modificando el clima en todos los campos. ¿Cómo pueden crecer las vocaciones al ministerio presbiteral o diaconal, o a la vida religiosa, cuando la tierra es tan dura y el viento tan áspero? Estas vocaciones solo pueden abrirse en una tierra preparada y abonada. Ahora, a pesar de que en algunos lugares hay tierra preparada ― ¡de aquí las vocaciones que aún tenemos! ―, el examen del suelo revela muchas carencias: en cuanto al sentido del misterio y de lo invisible, en cuanto a la necesidad de trascendencia, en cuanto a la humilde conciencia del pecado. Las vocaciones presuponen un clima en que uno se deje interpelar con agrado por el «Otro», es decir, por Dios. Este clima pide ponerse generosamente a su disposición. Se trata de sentir aquel fuego interior que sentía el profeta Jeremías ante las dificultades. Afirma el profeta: «Pensé en olvidarme del asunto y dije: “No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre”; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos.» (Jr 20,8-9). Conviene un clima propicio para conmoverse espontáneamente ante las alegrías y las penas de los otros, en que uno es capaz también de perdonar ¿Tenemos hoy, este clima?

Pensar en una vocación solo es posible allí donde la cultura ambiental osa todavía soñar ideales y no se repliega de manera pragmática-cínica en aquello que es meramente tangible y factible. Las vocaciones solo germinan allí dónde, dando la espalda a una civilización de la diversión, se vuelve a tener interés por las grandes cuestiones de la vida. Este es el humus cultural necesario para la eclosión de vocaciones específicas. Y todo esto, se desprende del bautismo y concierne a todos los cristianos. Únicamente veremos nuevas vocaciones si obtenemos mejores bautizados. He ahí la raíz del problema y a la vez su solución.

Hace unos años, el Card. Godfried Danneels, arzobispo de Malines- Bruselas, afirmaba: «La vocación no afecta de entrada a aquello que he de hacer, sino a lo que soy. La primera pregunta no es: “¿Seré presbítero o religioso/religiosa?”, sino más bien: “¿Seré un buen cristiano?”. Digámoslo claro: “¿Qué hago para ser santo?”» (DdE 731 [1999] 666). Quién es consciente de la profundidad de su propio bautismo y lo vive intensamente cada día, no se queda inmóvil: se despliega en él un dinamismo irresistible que lo lleva a comprometerse. Pero, en nuestra Europa occidental, los cristianos nos hemos vuelto particularmente miedosos en la materia: nos ajustamos a los mínimos. Es raro llamarse cristiano o cristiana en el trabajo, en el tren, en una tienda o, todavía menos, en el ámbito del ocio. Sin duda, deberíamos reflexionar sobre este tipo de «crisis de vocaciones», ¡y tratar de poner remedio! «pues habéis sido regenerados, pero no a partir de una semilla corruptible sino de algo incorruptible» (1Pe 1,23). Esa semilla incorruptible se ha echado en el campo de nuestro mundo. Solo hace falta que la tierra esté preparada y abonada.

 

Vuestro,