Fecha: 23 de julio de 2023

Estimadas y estimados. Cada año, las fechas próximas al 26 de julio, festividad de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Bienaventurada Virgen María, en la Iglesia Universal se recuerda con una especial ternura a la gente mayor, la gente que nos ha precedido en la vida y que nos ha dado la vida. Son nuestros abuelos, la gente que, generación tras generación, ha prolongado la vida y la Creación de Dios. Este año, en su mensaje para este día, el Papa Francisco hace una bonita comparación, para la ocasión, de la celebración de la Jornada Mundial de los Abuelos y las Personas Mayores con la Jornada Mundial de la Juventud en Lisboa. El papa nos pide que reflexionemos personalmente sobre los vínculos que existen –y los que debería haber– entre abuelos y jóvenes y lo hace desde la contemplación del pasaje evangélico del encuentro entre María y Elisabeth en el que, a través de «su abrazo», la misericordia de Dios irrumpe en la historia humana. Sigue el papa diciendo que «la amistad con una persona mayor ayuda al joven a no reducir la vida al presente y a recordar que no todo depende de sus capacidades. Para los mayores, en cambio, la presencia de un joven les da la esperanza de que todo lo que han vivido no se va a perder y que sus sueños se pueden realizar». Y es cierto, no podemos permitirnos perder el legado de nuestros abuelos porque el mundo, la vida y la Creación están donde están gracias al esfuerzo vivencial de quien nos ha ido por delante en esto de vivir.

«No me abandones en el tiempo de la vejez», canta suplicando a Dios y amparándose en el Señor el salmo 71. Y ese mismo clamor es lo que debemos escuchar a la hora de preservar la dignidad de las personas mayores, y todavía diría, de la gente que, acumulando años, acumula también necesidades, dependencias y petición de auxilio. Las leyes nunca podrán dar ternura a las personas mayores, como tampoco a las personas enfermas; el corazón del ser humano sí podrá hacerlo. De hecho, el corazón es el nido de la ternura que reclaman y merecen los mayores.

Ante esta necesidad será preciso, como dice el Papa, «pasar de la imaginación a la realización de un gesto concreto para abrazar a los abuelos y a la gente mayor. No los dejemos solos, su presencia en las familias y en las comunidades es valiosa, nos da la conciencia de compartir la misma herencia y formar parte de un pueblo en el que se conservan las raíces. Sí, son los ancianos quienes nos transmiten la pertenencia al Pueblo santo de Dios. Tanto la Iglesia como la sociedad los necesita». A veces no piden tanto un reconocimiento escrito como atención personal. No les neguemos nuestra amistad, nuestro amor o nuestra compañía. Ellos nos han transmitido la fe, ellos nos han contado, con su vida, cuál es el Amor que viene de Dios. Honorémosles, no nos privemos de su compañía y no les privemos a ellos de nuestra presencia a su lado; ¡no permitamos que sean descartados!

Nosotros debemos ser portavoces y ejecutores del compromiso de la Iglesia con la gente mayor y con todos nuestros antepasados, a quienes tanto debemos. Les debemos la fe, ya lo he dicho antes, pero les debemos también el cariño, el acompañamiento, la humanidad y el aprendizaje de los valores que nos hacen más humanos, precisamente porque nos acercan a Dios a través de Jesús.

Vuestro,