Fecha: 11 de julio de 2021
Estimados y estimadas, en nuestra sociedad resulta importantísimo el diálogo para construir una civilización fundamentada en las virtudes de la tolerancia y la inclusión. Conviene fortalecer la verdadera democracia como arte de discutir y razonar, de manera que no caigamos en fundamentalismos o autoritarismos que atacan el precioso tesoro de la libertad humana.
El diálogo, sin embargo, no es nada fácil. Demasiado a menudo las opiniones y mentalidades altamente divergentes, y a veces contrapuestas, dificultan el entendimiento y, finalmente, se traducen en fatiga o enfrentamiento entre las diferentes partes. Incluso a veces, el conflicto va más allá de las ideas y se instala en el campo de las personas, realidad dolorosa que engendra divisiones profundas, a menudo y lamentablemente generadoras de guerras o injusticias de todo tipo.
Y es que la trampa de toda sociedad y de todo individuo es buscar un pseudodiálogo que nos ahorre los compromisos auténticamente humanos. Además, la creencia actual bastante extendida de que cada uno puede pensar lo que quiera, sin ningún tipo de valor absoluto al que tender, dificulta más la situación, porque uno puede salir del intento de entendimiento de la misma manera como ha llegado, convencido de que su juicio sigue siendo el único y el mejor que puede creer. Parecería, pues, que es necesaria una educación para el diálogo.
La primera premisa para un diálogo auténtico es ser honrados y sinceros en la búsqueda de la Verdad en mayúsculas, del bien común y de la belleza que salva al mundo. Por eso el diálogo siempre va más allá de una mera mesa de negociación. En este punto, podríamos tratar de aprender de los clásicos. En la Grecia socrática el diálogo fue fundamental para el nacimiento de la filosofía. A pesar de los puntos de vista inicialmente diferentes que pudieran existir, lo interesante de este ejercicio era el interés de todos los individuos en una misma cuestión y la conciencia de que para ello había que saber escucharse los unos a los otros. El diálogo auténtico, pues, pide madurez humana y psicológica, y mucha disciplina. Dejarse llevar solamente por el temperamento o las primeras sensaciones deforma las cosas y bloquea el diálogo. En cambio, cada una de las partes debe llegar al diálogo con una reflexión seria y serena de la realidad. Es importante estar seguro del propio pensamiento o creencia y saber dar razón. Pero, paradójicamente, es imprescindible practicar la humildad y el respeto. En efecto, antes de entrar en la vía del diálogo es esencial tomar conciencia de la propia ignorancia y estar dispuestos a poner en crisis los propios pensamientos. Sólo así podremos aceptar con armonía los de los demás. No se trata de conseguir que todo el mundo piense como yo, sino de entender los puntos de vista del otro. Como afirma Jordi Armadans, «podemos discrepar con las ideas de alguien, pero podemos empatizar con su sufrimiento o con su emoción».
«El mundo no necesita palabras vacías»—afirma el papa Francisco—, «sino testigos convencidos, artesanos de la paz abiertos al diálogo sin exclusión ni manipulación. No se puede alcanzar realmente la paz a menos que haya un diálogo convencido de hombres y mujeres que busquen la verdad más allá de las ideologías y de las opiniones diferentes» (Mensaje de la Paz, 2019). El diálogo, pues, debería ser siempre un signo de la necesidad que el ser humano tiene de sus congéneres para la construcción del mundo nuevo que todos deseamos.
Vuestro,