Al Venerable Hermano

Cardenal Luis F. Ladaria, S.I.,

Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe,

 

El Espíritu Santo, vínculo de amor entre el Padre y el Hijo, construye y alimenta la comunión de todo el Pueblo de Dios, suscitando en él múltiples y diversos dones y carismas (cf. Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 117). Mediante los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, los miembros del Cuerpo de Cristo reciben del Espíritu del Señor Resucitado, en diverso grado y con diferentes expresiones, los dones que les permiten dar la contribución necesaria a la edificación de la Iglesia y al anuncio del Evangelio a toda criatura.

El apóstol Pablo distingue a este respecto entre dones de gracia-carismas («charismata») y servicios («diakoniai» – «ministeria» [cf. Rm 12,4ss y 1 Cor 12,12ss]). Según la tradición de la Iglesia, se denominan ministerios las diversas formas que adoptan los carismas cuando se reconocen públicamente y se ponen a disposición de la comunidad y de su misión de forma estable.

En algunos casos el ministerio tiene su origen en un sacramento específico, el Orden sagrado: se trata de los ministerios «ordenados» del obispo, el presbítero, el diácono. En otros casos el ministerio se confía, por un acto litúrgico del obispo, a una persona que ha recibido el Bautismo y la Confirmación y en la que se reconocen carismas específicos, después de un adecuado camino de preparación: hablamos entonces de ministerios «instituidos». Muchos otros servicios u oficios eclesiales son ejercidos de hecho por tantos miembros de la comunidad, para el bien de la Iglesia, a menudo durante un largo período y con gran eficacia, sin que esté previsto ningún rito particular para conferir el oficio.

A lo largo de la historia, a medida que las situaciones eclesiales, sociales y culturales han ido cambiando, el ejercicio de los ministerios en la Iglesia Católica ha adoptado formas diferentes, mientras que permanecía intacta la distinción, no sólo de grado, entre los ministerios «instituidos» (o «laicos») y los ministerios «ordenados». Los primeros son expresiones particulares de la condición sacerdotal y real propia de todo bautizado (cf. 1 P 2, 9); los segundos son propios de algunos miembros del Pueblo de Dios que, como obispos y sacerdotes, » reciben la misión y la facultad de actuar en la persona de Cristo Cabeza;» o, como diáconos, «son habilitados para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad» (Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de Motu Proprio Omnium in mentem, 26 de octubre de 2009). Para indicar esta distinción también se utilizan expresiones como sacerdocio bautismal y sacerdocio ordenado (o ministerial). En todo caso es bueno reiterar, con la constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, que «se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo » (LG, n. 10). La vida eclesial se nutre de esta referencia recíproca y se alimenta de la tensión fecunda entre estos dos polos del sacerdocio, el ministerial y el bautismal, que aunque son distintos están enraizados en el único sacerdocio de Cristo.

En línea con el Concilio Vaticano II, el sumo pontífice san Pablo VI quiso revisar la práctica de los ministerios no ordenados en la Iglesia Latina – hasta entonces llamados «órdenes menores» – adaptándola a las necesidades de los tiempos. Esta adaptación, sin embargo, no debe interpretarse como una superación de la doctrina anterior, sino como una actuación del dinamismo que caracteriza la naturaleza de la Iglesia, siempre llamada con la ayuda del Espíritu de Verdad a responder a los desafíos de cada época, en obediencia a la Revelación. La carta apostólica en forma de Motu Proprio Ministeria quaedam (15 de agosto de 1972) configura dos oficios (tareas), el del Lector y el del Acólito, el primero estrictamente ligado al ministerio de la Palabra, el segundo al ministerio del Altar, sin excluir que otros «oficios» puedan ser instituidos por la Santa Sede a petición de las Conferencias Episcopales.

La variación de las formas de ejercicio de los ministerios no ordenados, además, no es la simple consecuencia, en el plano sociológico, del deseo de adaptarse a las sensibilidades o a las culturas de las épocas y de los lugares, sino que está determinada por la necesidad de permitir a cada Iglesia local/particular, en comunión con todas las demás y teniendo como centro de unidad la Iglesia que está en Roma, vivir la acción litúrgica, el servicio de los pobres y el anuncio del Evangelio en fidelidad al mandato del Señor Jesucristo. Es tarea de los pastores de la Iglesia reconocer los dones de cada bautizado, dirigirlos también hacia ministerios específicos, promoverlos y coordinarlos, para que contribuyan al bien de las comunidades y a la misión confiada a todos los discípulos.

El compromiso de los fieles laicos, que «son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios.» (Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, n. 102), ciertamente no puede ni debe limitarse al ejercicio de los ministerios no ordenados (cf. Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, n. 102), pero una mejor configuración de estos ministerios y una referencia más precisa a la responsabilidad que nace, para cada cristiano, del Bautismo y de la Confirmación, puede ayudar a la Iglesia a redescubrir el sentido de comunión que la caracteriza y a iniciar un renovado compromiso en la catequesis y en la celebración de la fe (cf.) Y es precisamente en este redescubrimiento que puede encontrar una mejor traducción la fecunda sinergia que surge de la ordenación mutua del sacerdocio ordenado y el sacerdocio bautismal. Esta reciprocidad, del servicio al sacramento del altar, está llamada a refluir, en la distinción de tareas, en ese servicio de «hacer de Cristo el corazón del mundo» que es la misión peculiar de toda la Iglesia. Precisamente este servicio al mundo, único aunque distinto, amplía los horizontes de la misión de la Iglesia, evitando que se encierre en lógicas estériles encaminadas sobre todo a reivindicar espacios de poder, y ayudándole a experimentarse a sí misma como una comunidad espiritual que «avanza juntamente con toda la humanidad y experimenta la suerte terrena del mundo,» (GS, n. 40). En esta dinámica podemos entender verdaderamente el significado de la «Iglesia en salida».

En el horizonte de renovación trazado por el Concilio Vaticano II, se siente cada vez más la urgencia de redescubrir la corresponsabilidad de todos los bautizados en la Iglesia, y de manera especial la misión de los laicos. La Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para la Región Panamazónica (6-27 de octubre de 2019), en el quinto capítulo del documento final, señaló la necesidad de pensar en «nuevos caminos para la ministerialidad eclesial». No sólo para la Iglesia amazónica, sino para toda la Iglesia, en la variedad de situaciones, «es urgente que se promuevan y se confieran ministerios para hombres y mujeres … Es la Iglesia de hombres y mujeres bautizados que debemos consolidar promoviendo la ministerialidad y, sobre todo, la conciencia de la dignidad bautismal.» (Documento Final, n. 95).

A este respecto, es bien sabido que el Motu Proprio Ministeria quaedam reserva solo a los hombres la institución del ministerio de Lector y Acólito y , en consecuencia, así lo establece el canon 230 § 1 del CIC. Sin embargo, en los últimos tiempos y en muchos contextos eclesiales se ha señalado que la disolución de esa reserva podría contribuir a una mayor manifestación de la dignidad bautismal común de los miembros del Pueblo de Dios. Ya con ocasión de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia (5-26 de octubre de 2008) los Padres sinodales expresaron el deseo de «que el ministerio del Lectorado se abra también a las mujeres» (cf. 17); y en la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), Benedicto XVI precisaba que el ejercicio del munus de lector en la celebración litúrgica, y en particular el ministerio del Lectorado como tal, en el rito latino es un ministerio laical (cf. n. 58).

Durante siglos, la «venerable tradición de la Iglesia» ha considerado las llamadas «órdenes menores» -entre las que se encuentran precisamente el Lectorado y el Acolitado- como etapas de un itinerario que debía conducir a las «órdenes mayores» (Subdiaconado, Diaconado, Presbiterado). Como el sacramento de las órdenes estaba reservado sólo a los hombres, esto también se aplicaba a las órdenes menores.

Una distinción más clara entre las atribuciones de los que hoy se denominan «ministerios no ordenados (o laicales)» y «ministerios ordenados» permite disolver la reserva de los primeros sólo a los hombres. Si en lo que se refiere a los ministerios ordenados la Iglesia «no tiene en absoluto la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres» (cf. S. Juan Pablo II, Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis, 22 de mayo de 1994), para los ministerios no ordenados es posible, y hoy parece oportuno, superar esta reserva. Esta reserva tenía sentido en un contexto particular, pero puede ser reconsiderada en nuevos contextos, teniendo siempre como criterio, sin embargo, la fidelidad al mandato de Cristo y la voluntad de vivir y proclamar el Evangelio transmitido por los apóstoles y confiado a la Iglesia para que sea religiosamente escuchado, santamente custodiado, fielmente anunciado.

No sin motivo, san Pablo VI se refiere a una tradición venerabilis, no a una tradición veneranda, en sentido estricto (es decir, una que «debe» ser observada): puede reconocerse como válida, y durante mucho tiempo lo ha sido; sin embargo, no tiene un carácter vinculante, ya que la reserva a los hombres no pertenece a la naturaleza propia de los ministerios del Lector y del Acólito. Ofrecer a los laicos de ambos sexos la posibilidad de acceder a los ministerios del Acolitado y del Lectorado en virtud de su participación en el sacerdocio bautismal, aumentará el reconocimiento, también a través de un acto litúrgico (institución), de la preciosa contribución que desde hace tiempo muchísimos laicos, también las mujeres, aportan a la vida y a la misión de la Iglesia.

Por estos motivos, he considerado oportuno establecer que se puedan instituir como Lectores o Acólitos no sólo hombres, sino también mujeres, en los cuales y en las cuales, mediante el discernimiento de los pastores y después de una adecuada preparación, la Iglesia reconoce «la firme voluntad de servir fielmente a Dios y al pueblo cristiano», como está escrito en el Motu Proprio Ministeria quaedam, en virtud del sacramento del Bautismo y de la Confirmación.

La decisión de conferir también a las mujeres estos cargos, que implican estabilidad, reconocimiento público y un mandato del obispo, hace más efectiva en la Iglesia la participación de todos en la obra de evangelización. «Esto da lugar también a que las mujeres tengan una incidencia real y efectiva en la organización, en las decisiones más importantes y en la guía de las comunidades, pero sin dejar de hacerlo con el estilo propio de su impronta femenina.» (Francisco, Exhortación Apostólica Querida Amazonia, nº 103). El «sacerdocio bautismal» y el «servicio a la comunidad» representan así los dos pilares en los que se basa la institución de los ministerios.

De este modo, además de responder a lo que se pide para la misión en el tiempo presente y de acoger el testimonio de muchísima mujeres que se han ocupado y siguen ocupándose del servicio a la Palabra y al Altar, se hará más evidente -también para quienes se encaminan hacia el ministerio ordenado- que los ministerios del Lectorado y del Acolitado están enraizados en el sacramento del Bautismo y de la Confirmación. De esta manera, en el camino que lleva a la ordenación diaconal y sacerdotal, los que han sido instituidos Lectores y Acólitos comprenderán mejor que participan en un ministerio compartido con otros bautizados, hombres y mujeres. Así, el sacerdocio propio de cada fiel (communis sacerdotio) y el sacerdocio de los ministros ordenados (sacerdotium ministeriale seu hierarchicum) se mostrarán aún más claramente ordenados entre sí (cf. LG, n. 10), para la edificación de la Iglesia y para el testimonio del Evangelio.

Corresponderá a las Conferencias Episcopales establecer criterios adecuados para el discernimiento y la preparación de los candidatos a los ministerios del Lectorado o del Acolitado, o a otros ministerios que consideren instituir, según lo dispuesto en el Motu Proprio Ministeria Quaedam, con la aprobación previa de la Santa Sede y de acuerdo con las necesidades de la evangelización en su territorio.

La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos se encargará de la aplicación de la mencionada reforma mediante la modificación de la Editio typica del Pontificale romanum o «De Institutione Lectorum et Acolythorum».

Renovándole la seguridad de mis oraciones, imparto de todo corazón la bendición apostólica a Su Eminencia, que de buen grado extiendo a todos los miembros y colaboradores de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Desde el Vaticano, 10 de enero de 2021, Fiesta del Bautismo del Señor.

Francisco