Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las últimas tres catequesis hemos hablado de la obra santificadora del Espíritu Santo, que se realiza en los sacramentos, en la oración y siguiendo el ejemplo de la Madre de Dios. Pero escuchemos lo que dice un famoso texto del Vaticano II: «Además, el Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1Co 12,11) sus dones» (Lumen gentium, 12). También nosotros tenemos dones personales que el Espíritu nos da a cada uno.
Ha llegado, entonces, el momento de hablar también de este segundo modo en que el Espíritu Santo obra, que es la acción carismática. Una palabra algo difícil, la voy a explicar. Dos elementos ayudan a definir lo que es el carisma. En primer lugar, el carisma es el don concedido «para el bien común» (1Co 12,7), para que sea útil a todos. En otras palabras, no está destinado principal y ordinariamente a la santificación de la persona, sino al servicio de la comunidad (cfr. 1Pe 4,10). Este es el primer aspecto. En segundo lugar, el carisma es el don concedido «a uno», o «a algunos» en particular, no a todos del mismo modo, y esto es lo que lo distingue de la gracia santificante, de las virtudes teologales y de los sacramentos, que, en cambio, son iguales y comunes para todos. El carisma se concede a una persona o a una comunidad específica. Es un don que Dios te da.
El Concilio también nos explica esto. El Espíritu Santo —dice— «dispensa también gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, con las que los hace aptos y preparados para asumir obras y oficios útiles para la renovación y mayor expansión de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno […] se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común» (1Co 12,7).
Los carismas son las «joyas», u ornamentos, que el Espíritu Santo distribuye para embellecer a la Esposa de Cristo. Se comprende así por qué el texto conciliar termina con la siguiente exhortación: «Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia» (Lumen gentium, 12).
Benedicto XVI afirmó: «Mirando la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia». Y este es el carisma dado a un grupo, a través de una persona.
Debemos redescubrir los carismas, porque esto hace que la promoción del laicado y, especialmente, de las mujeres, se entienda no sólo como un hecho institucional y sociológico, sino en su dimensión bíblica y espiritual. Los laicos no son los últimos, no, los laicos no son una especie de colaboradores externos o “tropas auxiliares” del clero, ¡no! Tienen sus propios carismas y dones con los que contribuir a la misión de la Iglesia.
Añadamos una cosa más: al hablar de carismas, hay que disipar de inmediato un malentendido: el de identificarlos con dones y capacidades espectaculares y extraordinarios; se trata, en cambio, de dones ordinarios —cada uno de nosotros tiene su propio carisma— que adquieren un valor extraordinario cuando son inspirados por el Espíritu Santo y encarnados en las situaciones de la vida con amor. Esta interpretación del carisma es importante, porque muchos cristianos, al oír hablar de carismas, experimentan tristeza o desilusión, ya que están convencidos de no poseer ninguno y se sienten excluidos o cristianos de segunda clase. No, no hay cristianos de “segunda clase”, no, cada uno tiene su carisma personal y también comunitario. A ellos ya les respondió San Agustín en su época con una comparación muy elocuente: «Si amas aquello que posees, no es poco —decía a su pueblo. Si amas la unidad, todo lo que en ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también!… En el cuerpo ve el ojo solo; pero ¿acaso el ojo ve solamente para sí mismo? No, ve también para la mano, para el pie y para los demás miembros.»[1]
Aquí se desvela el secreto por el que la caridad es definida por el Apóstol como «el camino más excelente» (1Co 12, 31): ella me hace amar la Iglesia, o la comunidad en la que vivo y, en la unidad, todos los carismas, no sólo algunos, son «míos» al igual que «mis» carismas, aunque parezcan poca cosa, son de todos y para el bien de todos. La caridad multiplica los carismas: hace que el carisma de uno, de una sola persona, sea el carisma de todos. ¡Gracias!
[1] S. Agustín, Tratados sobre el evangelio de San Juan, 32,8.