Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy reflexionamos sobre el Espíritu Santo que viene sobre Jesús en el bautismo del Jordán y de Él se difunde en su cuerpo que es la Iglesia. En el Evangelio de Marcos, la escena del bautismo de Jesús se describe así: «En aquellos días, Jesús vino de Nazaret de Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan. Y en seguida, mientras subía del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu descendía sobre él como paloma Y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo amado: en ti me he complacido» (Mc 1, 9-11).

¡Toda la Trinidad se dio cita, en ese momento, a orillas del Jordán! Está el Padre que se hace presente con su voz; está el Espíritu Santo que desciende sobre Jesús en forma de paloma y está aquel a quien el Padre proclama su Hijo amado, Jesús. Es un momento muy importante de la Revelación, es un momento importante de la historia de la salvación. Nos hará bien releer este pasaje del Evangelio.

¿Qué ha sucedido de tan importante en el bautismo de Jesús que ha llevado a todos los evangelistas a contarlo? La respuesta la encontramos en las palabras que Jesús pronuncia, poco tiempo después, en la sinagoga de Nazaret, con clara referencia al acontecimiento del Jordán: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por eso me ha ungido» (Lc 4, 18).

En el Jordán, Dios Padre ha “ungido con el Espíritu Santo”, es decir, ha consagrado a Jesús como Rey, Profeta y Sacerdote. De hecho, con óleo perfumado eran ungidos en el Antiguo Testamento los reyes, los profetas y los sacerdotes. En el caso de Cristo, en lugar del aceite físico, está el aceite espiritual que es el Espíritu Santo, en lugar del símbolo está la realidad: está el Espíritu mismo que desciende sobre Jesús.

Jesús estaba lleno del Espíritu Santo desde el primer instante de su Encarnación. Pero esa era una “gracia personal”, incomunicable; ahora, en cambio, con esta unción, recibe la plenitud del don del Espíritu, pero por su misión que, como cabeza, comunicará a su cuerpo que es la Iglesia, y a cada uno de nosotros. Por eso la Iglesia es el nuevo “pueblo real, pueblo profético, pueblo sacerdotal”. El término hebreo Mesías y el correspondiente en griego CristoChristós—, ambos referidos a Jesús, significan ‘ungido’: ha sido ungido con el aceite de la alegría, ungido con el Espíritu Santo. Nuestro mismo nombre de cristianos será explicado por los Padres en el sentido literal: cristianos quiere decir ‘ungidos a imitación de Cristo’.[1]

Hay un Salmo de la Biblia que habla de un óleo perfumado, derramado sobre la cabeza del sumo sacerdote Aarón y que desciende hasta el borde de su manto (cf. 133, 2) Esta imagen poética del aceite que desciende, usada para describir la felicidad de vivir juntos como hermanos, se ha convertido en realidad espiritual y realidad mística en Cristo y en la Iglesia. Cristo es la cabeza, nuestro Sumo Sacerdote, el Espíritu Santo es el óleo perfumado y la Iglesia es el cuerpo de Cristo en el que se difunde.

Hemos visto por qué el Espíritu Santo, en la Biblia, es simbolizado por el viento y, de hecho, toma de él su mismo nombre, Ruah ‘viento’. Vale la pena preguntarnos también por qué está simbolizado por el aceite, y qué lección práctica podemos extraer de este símbolo. En la Misa del Jueves Santo, consagrando el óleo llamado crisma, el obispo, refiriéndose a los que recibirán la unción en el Bautismo y en la Confirmación, dice así: «Esta unción los penetre y los santifique, para que, liberados de la corrupción nativa y consagrados templo de su gloria, difundan el perfume de una vida santa.» Es una aplicación que se remonta a San Pablo, que escribe a los Corintios: «Pues nosotros somos para Dios el olor de Cristo» (2 Cor 2, 15). La unción nos perfuma, y también una persona que vive con alegría su unción perfuma a la Iglesia, perfuma a la comunidad, perfuma a la familia con este perfume espiritual.

Sabemos que, por desgracia, a veces los cristianos no difunden el perfume de Cristo, sino el mal olor de su pecado. Y no lo olvidemos nunca: el pecado nos aleja de Jesús, el pecado nos convierte en aceite malo. Y el diablo —no olvidéis esto— por lo general, el diablo entra por los bolsillos, tened cuidado. Y esto, sin embargo, no debe desviarnos del compromiso de realizar, en la medida de lo posible y cada uno en su entorno, esta vocación sublime de ser el buen olor de Cristo en el mundo. El perfume de Cristo emana de los «frutos del Espíritu», que son «amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). Esto lo dijo Pablo, y qué bonito es encontrar una persona que tenga estas virtudes: una persona con amor, una persona alegre, una persona que crea la paz, una persona magnánima, no tacaña, una persona benévola que acoge a todos, una persona buena. Es bonito encontrar una persona buena, una persona fiel, una persona mansa, que no esté orgullosa… Si nos esforzamos por cultivar estos frutos y cuando encontremos a estas personas entonces, sin que nos demos cuenta, alguien sentirá a nuestro alrededor un poco de la fragancia del Espíritu de Cristo. Pidamos al Espíritu Santo que nos haga más conscientes ungidos, ungidos por Él.

 

[1] Cf. S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógica, III, 1.

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