Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre los muchos testigos de la pasión por el anuncio del Evangelio, esos evangelizadores apasionados, hoy presento la figura de una mujer francesa del siglo XX, la venerable sierva de Dios Madeleine Delbrêl. Nacida en 1904 y fallecida en 1964, fue asistente social, escritora y mística, y vivió durante más de treinta años en la periferia pobre y obrera de París. Deslumbrada por el encuentro con el Señor, escribió: «Una vez que hemos conocido la palabra de Dios, no tenemos derecho de no recibirla; una vez recibida no tenemos derecho de no dejar que se encarne en nosotros, una vez encarnada en nosotros no tenemos derecho de tenerla para nosotros: desde ese momento pertenecemos a aquellos que la esperan» (La santità della gente comune, Milán 2020, 71). Hermoso: hermoso esto que escribió.
Después de una adolescencia vivida en el agnosticismo —no creía en nada—, alrededor de los veinte años Madeleine encuentra al Señor, tocada por el testimonio de algunos amigos creyentes. Se pone entonces en la búsqueda de Dios, dando voz a una sed profunda que sentía dentro de sí, y llega a comprender que ese «vacío que gritaba en ella su angustia» era Dios que la buscaba (Abbagliata da Dio. Corrispondenza 1910-1941, Milán 2007, 96). La alegría de la fe la lleva a madurar una elección de vida enteramente donada a Dios, en el corazón de la Iglesia y en el corazón del mundo, simplemente compartiendo en fraternidad la vida de la “gente de la calle”. Poéticamente se dirigía a Jesús así: «Para estar contigo en tu camino, es necesario ir, también cuando nuestra pereza nos suplica que nos quedemos. Tú nos has elegido para estar en un extraño equilibrio, un equilibrio que puede establecerse y mantenerse solo en movimiento, solo en un impulso. Un poco como una bicicleta, que no se sujeta sin dar vueltas […] Podemos estar rectos solo avanzando, moviéndonos, en un impulso de caridad». Es lo que ella llama la “espiritualidad de la bicicleta” (Umorismo nell’Amore. Meditazioni e poesie, Milán 2011, 56). Solamente en camino, corriendo, vivimos en el equilibrio de la fe, que es un desequilibrio, pero es así: como la bicicleta. Si tú te paras, no se sujeta.
Madeleine tenía el corazón continuamente en salida y se deja interpelar por el grito de los pobres. Sentía que el Dios Viviente del Evangelio debía quemarnos dentro hasta que no hayamos llevado su nombre a los que todavía no lo han encontrado. En este espíritu, dirigida hacia los temblores del mundo y el grito de los pobres, Madeleine se siente llamada a «vivir el amor de Jesús entera y literalmente, desde el aceite del Buen samaritano hasta el vinagre del Calvario, donándole así amor por amor […] para que, amándolo sin reservas y dejándose amar hasta el final, los dos grandes mandamientos de la caridad se encarnen en nosotros y se conviertan en uno solo» (La vocation de la charité, 1, Œuvres complètes XIII, Bruyères-le-Châtel, 138-139).
Finalmente, Madeleine nos enseña otra cosa: que evangelizando se es evangelizado, evangelizando nosotros somos evangelizados. Por eso decía, haciéndose eco de san Pablo: “Ay de mí si evangelizar no me evangeliza.” Evangelizando se evangeliza a uno mismo. Y esta es una hermosa doctrina.
Mirando a esta testigo del Evangelio, también nosotros aprendemos que, en toda situación y circunstancia personal o social de nuestra vida, el Señor está presente y nos llama a habitar nuestro tiempo, a compartir la vida de los otros, mezclarnos en las alegrías y los dolores del mundo. En particular, nos enseña que también los ambientes secularizados son de ayuda para la conversión, porque los contactos con los no creyentes provocan al creyente a una continua revisión de su forma de creer y a redescubrir la fe en su esencialidad (cf. Noi delle strade, Milán 1988, 268s).
Que Madeleine Delbrêl nos enseñe a vivir esta fe “en movimiento”, digamos así, esta fe fecunda que todo acto de fe hace un acto de caridad en el anuncio del Evangelio. Gracias.