¡Queridos hermanos y hermanas!
Después de haber visto, la vez pasada, que el anuncio cristiano es alegría, detengámonos hoy en un segundo aspecto: es para todos, el anuncio cristiano es alegría para todos. Cuando encontramos verdaderamente al Señor Jesús, el estupor de este encuentro impregna nuestra vida y pide ser llevado más allá de nosotros. Él desea esto, que su Evangelio sea para todos. En él, de hecho, hay un “poder humanizador”, una plenitud de vida que está destinada a todo hombre y a toda mujer, porque Cristo ha nacido, muerto y resucitado por todos. Por todos, nadie excluido.
En Evangelii gaudium se lee: «Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”» (n. 14). Hermanos, hermanas, sintámonos al servicio de la destinación universal del Evangelio, es para todos; y distingámonos por la capacidad de salir de nosotros mismos —un anuncio para ser verdadero anuncio debe salir del propio egoísmo— y tener también la capacidad de superar todo confín. Los cristianos se encuentran en el atrio más que en la sacristía, y van por «las plazas y calles de la ciudad» (Lc 14,21). Deben ser abiertos y expansivos, los cristianos deben ser “extrovertidos”, y este carácter suyo proviene de Jesús, que ha hecho de su presencia en el mundo un camino continuo, dirigido a alcanzar a todos, incluso aprendiendo de ciertos encuentros suyos.
En este sentido, el Evangelio narra el sorprendente encuentro de Jesús con una mujer extranjera, una cananea que le suplica que sane a la hija enferma (cf. Mt 15,21-28). Jesús se niega, diciendo que ha sido enviado solo «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» y que «no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (vv. 24.26). Pero la mujer, con la insistencia típica de los sencillos, replica que también «los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (v. 27). Jesús se quedó impresionado y le dice: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (v. 28). Este encuentro con esta mujer tiene algo único. No solo alguien hace cambiar de idea a Jesús, y se trata de una mujer, extranjera y pagana; sino que el Señor mismo encuentra confirmación al hecho de que su predicación no debe limitarse al pueblo al que pertenece, sino abrirse a todos.
La Biblia nos muestra que cuando Dios llama a una persona y hace un pacto con algunos el criterio siempre es este: elige a alguno para alcanzar a otros, este es el criterio de Dios, de la llamada de Dios. Todos los amigos del Señor han experimentado la belleza, pero también la responsabilidad y el peso de ser “elegidos” por Él. Y todos han sentido el desánimo ante las propias debilidades o la pérdida de sus seguridades. Pero la tentación quizá más grande es la de considerar la llamada recibida como un privilegio, por favor no, la llamada no es un privilegio, nunca. Nosotros no podemos decir que somos privilegiados en relación con los otros, no. La llamada es para un servicio. Y Dios elige uno para amar a todos, para llegar a todos.
También para prevenir la tentación de identificar el cristianismo con una cultura, con una etnia, con un sistema. Así, más bien, pierde su naturaleza verdaderamente católica, es decir para todos, universal: no es un grupito de elegidos de primera clase. No lo olvidemos: Dios elige a alguien para amar a todos. Este horizonte de universalidad. El Evangelio no es solo para mí, es para todos, no lo olvidemos. Gracias.