Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre todos los vicios capitales hay uno que a menudo pasa inadvertido, quizás en virtud de su nombre, que a muchos les resulta poco comprensible: estoy hablando de la acedia. Por eso, en el catálogo de los vicios, el término acedia está a menudo sustituido por otro de uso mucho más común: la pereza. En realidad, la pereza es más un efecto que una causa. Cuando una persona permanece inactiva, indolente, apática, nosotros decimos que es perezosa. Pero, como enseña la sabiduría de los antiguos padres del desierto, a menudo la raíz de esta pereza es la acedia, en griego significa literalmente “falta de cuidado”.
Se trata de una tentación muy peligrosa, con la que no se debe jugar. Quien cae víctima de este vicio es como si estuviera aplastado por un deseo de muerte: todo le disgusta; la relación con Dios se le vuelve aburrida; y también los actos más santos, los que le habían calentado el corazón, ahora, le parecen completamente inútiles. La persona empieza a lamentar el paso del tiempo y la juventud que queda irremediablemente atrás.
La acedia ha sido definida como “el demonio del mediodía”: nos atrapa en mitad del día, cuando la fatiga está en su ápice y las horas que nos esperan nos parecen monótonas, imposibles de vivir. En una célebre descripción, el monje Evagrio representa así esta tentación: «El ojo del acidioso se fija en las ventanas continuamente y en su mente imagina visitantes […]. Cuando lee, el acidioso bosteza a menudo y se deja llevar fácilmente por el sueño, se frota los ojos, se refriega las manos y, apartando la mirada del libro, la fija en la pared; después, dirigiéndola nuevamente al libro, lee un poco más […]; finalmente, inclinando la cabeza, coloca el libro debajo de ella y se duerme en un sueño ligero, hasta que el hambre lo despierta y le apremia a atender sus necesidades»; en conclusión, «el acidioso no realiza con solicitud la obra de Dios».[1]
Los lectores contemporáneos advierten en estas descripciones algo que recuerda mucho el mal de la depresión, tanto desde el punto de vista psicológico como filosófico. En efecto, para quienes están atenazados por la acedia, la vida pierde su sentido, rezar es aburrido, cada batalla parece carecer de significado. Las pasiones que alimentamos en la juventud ahora nos parecen ilógicas, sueños que no nos hicieron felices. Así que nos dejamos llevar y la distracción, el no pensar, parecen ser la única salida: a uno le gustaría estar aturdido, tener la mente completamente vacía… Es un poco como morir anticipadamente, y es feo.
Contra este vicio, del que nos damos cuenta que es tan peligroso, los maestros de espiritualidad prevén varios remedios. Me gustaría señalar el que me parece más importante y que yo llamaría la paciencia de la fe. Aunque bajo el azote de la acedia el deseo del hombre es estar “en otra parte”, escapar de la realidad, hay que tener en cambio el valor de permanecer y acoger en mi “aquí y ahora”, en mi situación tal y como es, la presencia de Dios. Los monjes dicen que para ellos la celda es la mejor maestra de vida, porque es el lugar que concreta y cotidianamente te habla de tu historia de amor con el Señor. El demonio de la acedia quiere destruir precisamente esta alegría sencilla del aquí y ahora, este asombro agradecido ante la realidad; quiere hacerte creer que todo es en vano, que nada tiene sentido, que no vale la pena preocuparse por nada ni por nadie. En la vida encontramos gente “acidiosa”, personas de las que decimos: “¡Pero este es aburrido!”, y no nos gusta estar con ellas; personas que incluso tienen una actitud de aburrimiento que contagia. Eso es la acedia.
¡Cuánta gente, presa en las garras de la acedia, movida por una inquietud sin rostro, ha abandonado tontamente el camino del bien que había emprendido! La de la acedia es una batalla decisiva que hay que ganar a toda costa. Y es una batalla de la que no se han librado ni siquiera a los santos, porque en muchos de sus diarios hay páginas que revelan momentos tremendos, verdaderas noches de fe en las que todo parecía oscuro. Estos santos nos enseñan a atravesar la noche con paciencia, aceptando la pobreza de la fe. Recomiendan, bajo la opresión de la acedia, mantener una medida de compromiso más pequeña, fijarse metas más al alcance de la mano y, al mismo tiempo, resistir y perseverar apoyándose en Jesús, que nunca nos abandona en la tentación.
La fe atormentada por la prueba de la acedia no pierde su valor. Al contrario, es la fe verdadera, la humanísima fe que, a pesar de todo, a pesar de la oscuridad que la ciega, sigue humildemente creyendo. Es esa fe que permanece en el corazón, como las brasas bajo las cenizas. Siempre permanece. Y si alguno de nosotros cae en este vicio o en la tentación de la acedia, que intente mirar en su interior y custodiar las brasas de la fe: así es como se sigue adelante.
[1] Evagrio Pontico, Los ocho espíritus malvados, 14.