Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Antes de comenzar esta catequesis, quisiera que nos uniéramos a los que, aquí al lado, están rindiendo homenaje a Benedicto XVI y dirijo mi pensamiento a él, que fue un gran maestro de catequesis. Su pensamiento agudo y educado no era autorreferencial, sino eclesial, porque siempre quiso acompañarnos al encuentro con Jesús. Jesús, el Crucificado resucitado, el Viviente y el Señor, fue la meta a la que nos condujo el Papa Benedicto, llevándonos de la mano. Que nos ayude a redescubrir en Cristo la alegría de creer y la esperanza de vivir.
Con esta catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado al tema del discernimiento, y lo hacemos completando el discurso sobre las ayudas que pueden y deben sostenerlo: sostener el proceso de discernimiento. Una de ellas es el acompañamiento espiritual, importante, en primer lugar, para el conocimiento de uno mismo, que hemos visto que es una condición indispensable para el discernimiento. Mirarse en el espejo, a solas, no siempre ayuda, porque uno puede fantasear la imagen. En cambio, mirarse al espejo con la ayuda de otro, eso ayuda mucho porque el otro te dice la verdad —cuando es veraz— y así te ayuda.
La gracia de Dios en nosotros siempre actúa sobre nuestra naturaleza. Pensando en una parábola evangélica, podemos comparar la gracia a la buena semilla y la naturaleza a la tierra (cf. Mc 4,3-9). Es importante, en primer lugar, darnos a conocer, sin tener miedo a compartir los aspectos más frágiles, en los que nos descubrimos más sensibles, débiles o temerosos de ser juzgados. Darse a conocer, manifestarse a una persona que nos acompañe en el viaje de la vida. No que decida por nosotros, no: que nos acompañe. Porque la fragilidad es, en realidad, nuestra verdadera riqueza: somos ricos en fragilidad, todos; la verdadera riqueza, que debemos aprender a respetar y acoger, porque, cuando se la ofrecemos a Dios, nos hace capaces de ternura, de misericordia y de amor. Ay de las personas que no se sienten frágiles: son duras, dictatoriales. En cambio, las personas que reconocen con humildad sus propias fragilidades son más comprensivas con los demás. La fragilidad —diría— nos hace humanos. No es casualidad que la primera de las tres tentaciones de Jesús en el desierto —la relacionada con el hambre— intente robarnos nuestra fragilidad, presentándonosla como un mal del que hay que deshacerse, un impedimento para ser como Dios. En cambio, es nuestro tesoro más preciado: de hecho, Dios, para hacernos semejantes a Él, quiso compartir hasta el final nuestra propia fragilidad. Miremos el crucifijo: Dios que baja precisamente a la fragilidad. Miremos al pesebre donde llega con una fragilidad humana grande. Él compartió nuestra fragilidad.
Y el acompañamiento espiritual, si es dócil al Espíritu Santo, ayuda a desenmascarar malentendidos, incluso graves, en la consideración que tenemos de nosotros mismos y en nuestra relación con el Señor. El Evangelio presenta varios ejemplos de conversaciones clarificadoras y liberadoras hechas por Jesús. Pensemos, por ejemplo, en la de la Samaritana, que leemos, leemos, y siempre hay esa sabiduría y ternura de Jesús; pensemos en la que tuvo con Zaqueo, con la mujer pecadora, con Nicodemo y con los discípulos de Emaús: la manera de acercarse del Señor. Las personas que tienen un verdadero encuentro con Jesús no temen abrirle su corazón, presentarle su vulnerabilidad, su propia insuficiencia, su propia fragilidad. De este modo, su compartir se convierte en una experiencia de salvación, de perdón libremente recibido.
Contar ante otra persona lo que hemos vivido o lo que buscamos ayuda a aportar claridad en nuestro interior, sacando a la luz los muchos pensamientos que nos habitan y que a menudo nos perturban con sus insistentes estribillos. Cuántas veces, en momentos oscuros, tenemos pensamientos así: “Lo he hecho todo mal, no valgo nada, nadie me comprende, nunca tendré éxito, estoy destinado al fracaso”, cuántas veces se nos ha ocurrido pensar estas cosas. Pensamientos falsos y venenosos, que la confrontación con el otro ayuda a desenmascarar, para sentirnos amados y estimados por el Señor por lo que somos, capaces de hacer cosas buenas por Él. Descubrimos con sorpresa formas distintas de ver las cosas, signos de bondad que siempre han estado presentes en nosotros. Es verdad, podemos compartir nuestras fragilidades con el otro, con el que nos acompaña en la vida, en la vida espiritual, el maestro de vida espiritual, sea laico, sea sacerdote, y decir: “Mira lo que me pasa: soy un desgraciado, me pasan estas cosas”. Y quien nos acompaña responde: “Sí, todos pasamos estas cosas”. Esto nos ayuda a aclararlas bien y ver de dónde vienen las raíces y así superarlas.
Quien acompaña —el acompañante o la acompañante— no sustituye al Señor, no hace el trabajo en lugar del acompañado, sino que camina a su lado, le anima a leer lo que se mueve en su corazón, el lugar por excelencia donde habla el Señor. El acompañante espiritual, al que llamamos director espiritual —no me gusta este término, prefiero acompañante espiritual, es mejor—, es el que te dice: “Muy bien, pero mira aquí, mira aquí”, te llama la atención sobre cosas que pueden estar pasando; te ayuda a comprender mejor los signos de los tiempos, la voz del Señor, la voz del tentador, la voz de las dificultades que no logras superar. Por eso es muy importante no caminar solos. Hay un dicho en la sabiduría africana —porque tienen esa mística de la tribu— que dice: “Si quieres ir rápido, ve solo; si quieres llegar lejos, ve acompañado”, ve acompañado, ve con tu gente. Esto es importante. En la vida espiritual es mejor estar acompañado por alguien que conozca nuestras cosas y nos ayude. Y eso es acompañamiento espiritual.
Este acompañamiento puede ser fructífero si, ambas partes, han experimentado la filiación y la fraternidad espiritual. Descubrimos que somos hijos de Dios cuando descubrimos que somos hermanos, hijos del mismo Padre. Por eso es indispensable formar parte de una comunidad en camino. No estamos solos, somos gente de un pueblo, de una nación, de una ciudad que camina, de una Iglesia, de una parroquia, de este grupo… una comunidad en camino. No vamos solos al Señor: esto no está bien. Tenemos que entenderlo. Como en el relato evangélico del paralítico, a menudo somos sostenidos y curados gracias a la fe de otra persona (cf. Mc 2,1-5); que nos ayuda a avanzar, porque todos tenemos a veces parálisis interiores y hace falta alguien que nos ayude a superar ese conflicto con su ayuda. No vamos solos al Señor, recordémoslo; otras veces, somos nosotros quienes asumimos ese compromiso por otro hermano o hermana. Y somos acompañantes para ayudar al otro. Sin una experiencia de filiación y fraternidad, el acompañamiento puede dar lugar a expectativas irreales, malentendidos y formas de dependencia que dejan a la persona en un estado infantil. Acompañamiento, pero como hijos de Dios y hermanos con nosotros.
La Virgen María es maestra de discernimiento: habla poco, escucha mucho y guarda en su corazón (cf. Lc 2,19). Las tres actitudes de la Virgen: hablar poco, escuchar mucho y guardar en el corazón. Y las pocas veces que habla, deja huella. Por ejemplo, en el Evangelio de Juan, hay una frase muy breve pronunciada por María que es una consigna para los cristianos de todos los tiempos: «Hagan lo que Él les diga» (cf. 2,5). Es curioso: una vez oí a una anciana muy buena, muy piadosa; no había estudiado teología, nada. Era muy sencilla. Y me dijo: “¿Sabe el gesto que hace siempre la Virgen?”. No sé: te mima, te llama… “No, el gesto que hace la Virgen es éste” [señala con el índice]. No entendí y le pregunté: “¿Qué significa?” . Y la anciana me contestó: “Siempre señala a Jesús”. Qué bonito: la Virgen no toma nada para sí, señala a Jesús. Hagan lo que Jesús les diga: así es la Virgen. María sabe que el Señor habla al corazón de cada uno, y nos pide que traduzcamos esta palabra en acciones y opciones. Ella supo hacerlo mejor que nadie, y de hecho está presente en los momentos fundamentales de la vida de Jesús, especialmente en la hora suprema de su muerte de cruz.
Queridos hermanos y hermanas, terminamos esta serie de catequesis sobre el discernimiento: el discernimiento es un arte, un arte que se puede aprender y que tiene sus propias reglas. Si se aprende bien, permite vivir la experiencia espiritual de manera cada vez más bella y ordenada. Ante todo, el discernimiento es un don de Dios, que hay que pedir siempre, sin presumir nunca de experto y autosuficiente. Señor, dame la gracia de discernir en los momentos de la vida, qué tengo que hacer, qué tengo que entender. Dame la gracia de discernir, y dame la persona que me ayude a discernir.
La voz del Señor siempre se reconoce, tiene un estilo único, es una voz que apacigua, anima y tranquiliza en las dificultades. El Evangelio nos lo recuerda constantemente: «No temas» (Lc 1,30), que bella esa palabra del ángel a María; «No temas», «no tengáis miedo», es justo el estilo del Señor: «no temas». «¡No temas!», nos repite el Señor hoy también a nosotros; «no temas»: si confiamos en su palabra, jugaremos bien el partido de la vida, y podremos ayudar a los demás. Como dice el Salmo, su Palabra es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino (cf. 119.105). Gracias.