Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy terminamos el ciclo de catequesis sobre el Padre Nuestro. Podemos decir que la oración cristiana nace de la audacia de llamar a Dios con el nombre de «Padre». Esta es la raíz de la oración cristiana: llamar «Padre» a Dios. ¡Hace falta valor! No se trata tanto de una fórmula, como de una intimidad filial en la que somos introducidos por gracia: Jesús es el revelador del Padre y nos da familiaridad con Él. «No nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico (cf Mt 6, 7; 1 R 18, 26-29). Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre». (Catecismo de la Iglesia Católica, 2766). Jesús mismo usó diferentes expresiones para rezar al Padre. Si leemos con atención los Evangelios descubrimos que estas expresiones de oración que emergen en los labios de Jesús recuerdan el texto del Padre Nuestro.
Por ejemplo, en la noche de Getsemaní, Jesús reza así: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Marcos 14, 36). Ya hemos recordado este texto del Evangelio de Marcos. ¿Cómo podemos dejar de reconocer en esta oración, por muy breve que sea, un rastro del Padre Nuestro? En medio de las tinieblas, Jesús invoca a Dios con el nombre de «Abbá», con confianza filial y, aunque sienta temor y angustia, pide que se cumpla su voluntad.
En otros pasajes del Evangelio, Jesús insiste con sus discípulos para que cultiven un espíritu de oración. La oración debe ser insistente, y sobre todo, debe recordar a los hermanos, especialmente cuando vivimos relaciones difíciles con ellos. Jesús dice: «Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tienes algo contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos os perdone vuestras ofensas» (Marcos 11, 25). ¿Cómo podemos dejar de reconocer la similitud con el Padre Nuestro en estas expresiones? Y los ejemplos podrían ser numerosos, también para nosotros.
En los escritos de San Pablo no encontramos el texto del Padre Nuestro, pero su presencia emerge en esa estupenda síntesis donde la invocación del cristiano se condensa en una sola palabra: «Abbá» (cf. Romanos 8, 15; Gálatas 4 , 6). En el Evangelio de Lucas, Jesús satisface plenamente la petición de los discípulos que, al verlo a menudo aislarse y sumergirse en la oración, un día deciden preguntarle: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan —el Bautista— a sus discípulos» (11.1). Y entonces el Maestro les enseñó la oración al Padre.
Considerando el Nuevo Testamento en conjunto, resalta claramente que el primer protagonista de toda oración cristiana es el Espíritu Santo. No lo olvidemos: el protagonista de toda oración cristiana es el Espíritu Santo. Nosotros no podríamos rezar nunca sin la fuerza del Espíritu Santo. Es él quien reza en nosotros y nos mueve a rezar bien. Podemos pedir al Espíritu Santo que nos enseñe a rezar, porque Él es el protagonista, el que hace la verdadera oración en nosotros. Él sopla en el corazón de cada uno de nosotros que somos discípulos de Jesús. El Espíritu nos hace capaces de orar como hijos de Dios, como realmente somos por el Bautismo. El Espíritu nos hace rezar en el «surco» que Jesús excavó para nosotros. Este es el misterio de la oración cristiana: la gracia nos atrae a ese diálogo de amor de la Santísima Trinidad. Jesús rezaba así. A veces usaba expresiones que ciertamente están muy lejos del texto del Padre Nuestro. Pensad en las palabras iniciales del Salmo 22, que Jesús pronuncia en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27, 46). ¿Puede el Padre celestial abandonar a su Hijo? No, desde luego. Y sin embargo, el amor por nosotros, los pecadores, llevó a Jesús a este punto: al punto de experimentar el abandono de Dios, su lejanía, porque había tomado sobre sí todos nuestros pecados. Pero incluso en el grito de angustia, permanece el «Dios mío, Dios mío». En ese «mío» está el núcleo de la relación con el Padre, está el núcleo de la fe y de la oración.
Por eso, a partir de este núcleo, un cristiano puede rezar en cualquier situación. Puede asumir todas las oraciones de la Biblia, especialmente de los Salmos; pero puede rezar también con tantas expresiones que en milenios de historia han brotado del corazón de los hombres. Y nunca dejemos de hablar al Padre de nuestros hermanos y hermanas en humanidad, para que ninguno de ellos, especialmente los pobres, permanezca sin un consuelo y una porción de amor.
Al final de esta catequesis, podemos repetir esa oración de Jesús: «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños» (Lucas 10, 21 ). Para rezar tenemos que hacernos pequeños, para que el Espíritu Santo venga a nosotros y sea Él quien nos guíe en la oración.
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