Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La audiencia de hoy se desarrolla en dos lugares. Primero he encontrado a los fieles de Benevento que estaban en San Pedro y ahora a vosotros. Esto se debe a la delicadeza de la Casa Pontificia que no quería que os resfriaseis: démosles las gracias por ello. Gracias.

Continuamos la catequesis sobre el «Padre nuestro». El primer paso de cada oración cristiana es el ingreso en un misterio, el de la paternidad de Dios. No se puede rezar como cotorras. O tú entras en el misterio, en la certeza de que Dios es tu Padre o no rezas. Si yo quiero rezar a Dios, Padre mío, comienzo por el misterio. Para entender en qué medida Dios es nuestro padre, pensemos en las figuras de nuestros padres, pero, de alguna manera tenemos siempre que «refinarlas», purificarlas. El Catecismo de la Iglesia Católica también dice esto. Dice así «La purificación del corazón concierne a imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios» (n. 2779).

Ninguno de nosotros ha tenido padres perfectos, ninguno; como nosotros, a nuestra vez, nunca seremos padres o pastores perfectos. Todos tenemos defectos, todos. Vivimos siempre nuestras relaciones de amor bajo el signo de nuestros límites y también de nuestro egoísmo, por lo que a menudo están contaminadas por deseos de posesión o manipulación del otro. Por eso, a veces, las declaraciones de amor se convierten en sentimientos de rabia y hostilidad. Pero mira, estos dos se querían tanto la semana pasada; hoy se odian a muerte: ¡esto lo vemos todos los días! Es por eso, porque todos tenemos dentro raíces amargas, que no son buenas y a veces salen y hacen daño.

Por eso, cuando hablamos de Dios como «padre», mientras pensamos en la imagen de nuestros padres, especialmente si nos han querido, al mismo tiempo tenemos que ir más allá. Porque el amor de Dios es el del Padre «que está en los cielos», según la expresión que nos invita a usar a Jesús: es el amor total que en esta vida solo saboreamos de manera imperfecta. Los hombres y las mujeres son eternamente mendigos del amor —nosotros somos mendigos de amor, necesitamos amor—, buscan un lugar donde ser amados finalmente, pero no lo encuentran. ¡Cuántas amistades y cuántos amores defraudados hay en nuestro mundo! ¡Cuántos!

El dios griego del amor, en la mitología, es el más trágico de todos: no está claro si es un ser angelical o un demonio. La mitología dice que es el hijo de Poros y de Penia, que es astuto y pobre, destinado a llevar algo de la fisonomía de estos padres. Desde aquí podemos pensar en la naturaleza ambivalente del amor humano: capaz de florecer y de dominar la vida en una hora del día, e inmediatamente después de marchitarse y morir; lo que atrapa, siempre se le escapa (cf. Platón, Symposium, 203). Hay una expresión del profeta Oseas que enmarca despiadadamente la debilidad congénita de nuestro amor: «Vuestro amor es como nube mañanera, como rocío matinal que pasa» (6, 4). Esto es lo que nuestro amor suele ser: una promesa que es difícil cumplir, un intento que pronto se seca y se evapora, un poco como cuando sale el sol por la mañana y se lleva el rocío de la noche.

Cuántas veces los hombres hemos amado de esa manera tan débil e intermitente. Todos hemos pasado por esta experiencia: hemos amado pero luego ese amor ha cesado o se ha vuelto débil. Deseosos de amar, nos hemos tenido que enfrentar, en cambio, con nuestros límites, con la pobreza de nuestras fuerzas: incapaces de mantener una promesa que en los días de gracia parecía fácil de lograr. Después de todo, incluso el apóstol Pedro tuvo miedo y escapó. El apóstol Pedro no fue fiel al amor de Jesús. Siempre hay una debilidad que nos hace caer. Somos mendigos que en el camino corren el peligro de no encontrar nunca por completo el tesoro que buscan desde el primer día de su vida: el amor.

Sin embargo, hay otro amor, el del Padre «que está en los cielos». Nadie debe dudar que es destinatario de este amor. Nos ama. «Me ama», podemos decir. Si incluso nuestro padre y nuestra madre no nos hubieran amado —es una hipótesis histórica—, hay un Dios en el cielo que nos ama como nadie en la tierra nunca lo ha hecho ni lo podrá hacer. El amor de Dios es constante. El profeta Isaías dice: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada» (49, 15-16). Hoy están de moda los tatuajes: «En las palmas de mis manos te tengo tatuada». Me he hecho un tatuaje tuyo en las manos. Yo estoy en las manos de Dios, así, y no puedo borrarlo. El amor de Dios es como el amor de una madre que nunca se puede olvidar. ¿Y si una madre se olvidase? «Yo no me olvidaré», dice el Señor. Este es el amor perfecto de Dios, así nos ama. Si todos nuestros amores terrenales se desmoronasen, y no quedase nada más que polvo, siempre queda para todos nosotros, ardiente, el amor único y fiel de Dios.

En el hambre de amor que todos sentimos, no buscamos algo que no existe: es, en cambio, la invitación a conocer a Dios que es padre. La conversión de San Agustín, por ejemplo, pasó por esa cima: el joven y brillante retórico buscaba sencillamente entre las criaturas algo que ninguna criatura podría darle, hasta que un día tuvo el coraje de mirar hacia arriba. Y ese día conoció a Dios. A Dios que ama.

La frase «en los cielos» no quiere expresar una distancia, sino una diferencia radical de amor, otra dimensión de amor, un amor incansable, un amor que permanecerá siempre, todavía más, que está al alcance de la mano. Solo hace falta decir: «Padre nuestro que estás en los cielos» y ese amor viene. Por lo tanto, ¡no tengáis miedo! Ninguno de nosotros está solo. Si, hasta por desgracia, tu padre terrenal se hubiera olvidado de ti y tú quizás sintieras rencor por él, no se te niega la experiencia fundamental de la fe cristiana: saber que eres un hijo amadísimo de Dios y que no hay nada en la vida que pueda extinguir su apasionado amor por ti.

 

 

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