Queridos hermanos y hermanas:
Continuando con el argumento de la Confirmación o Crismación, deseo hoy poner el foco en la «íntima conexión de este sacramento con toda la iniciación cristiana» (Sacrosanctum Concilium, 71).
Antes de recibir la unción espiritual que confirma y refuerza la gracia del bautismo, quienes se van a confirmar están llamados a renovar las promesas hechas un día por padres y padrinos.
Entonces son ellos mismos quienes profesan la fe de la Iglesia, listos para responder «creo» a las preguntas dirigidas por el obispo; listos, en particular, a creer «en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida y que hoy, por medio del sacramento de la confirmación está de un modo especial conferido a ellos, como lo fue a los Apóstoles en el día de Pentecostés». (Rito de la confirmación n. 26).
Puesto que la venida del Espíritu Santo reclama corazones recogidos en oración (cf. Hechos 1, 14) después de la oración silenciosa de la comunidad, el obispo, manteniendo las manos extendidas sobre los que van a confirmarse, suplica a Dios que infunda en ellos su Santo Espíritu.
El Espíritu es el mismo (cf. I Corintios 12, 4), pero viniendo a nosotros lleva consigo la riqueza de dones: sabiduría, intelecto, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y santo temor de Dios (cf. Rito de la confirmación, nn. 28-29).
Hemos escuchado el pasaje de la Biblia con estos dones que lleva el Espíritu Santo. Según el profeta Isaías (11, 2) estas son las siete virtudes del Espíritu derramadas sobre el Mesías para que cumpla su misión. También san Pablo describe el abundante fruto del Espíritu que es «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gálatas 5, 22).
El único Espíritu distribuye los múltiples dones que enriquecen la única Iglesia: es el autor de la diversidad, pero al mismo tiempo el Creador de la unidad. Así el Espíritu da todas estas riquezas que son diversas pero del mismo modo crea la armonía, es decir, la unidad de todas estas riquezas espirituales que tenemos nosotros cristianos.
Por tradición, atestiguado por los Apóstoles, el Espíritu que completa la gracia del bautismo se comunica a través de la imposición de manos (cf. Hechos 8, 15-17; 19, 5-6; Hebreos 6, 2). A este gesto bíblico, para expresar mejor el derramamiento del Espíritu que impregna a quienes lo reciben, se ha agregado una unción de aceite perfumado, llamado crisma, que ha permanecido en uso hasta nuestros días, tanto en Oriente como en Occidente (cf. Catecismo de Iglesia Católica, 1289).
El aceite —el crisma— es una sustancia terapéutica y cosmética que entrando en los tejidos del cuerpo medica las heridas y perfuma las extremidades; por esas cualidades fue asumido por la simbología bíblica y litúrgica para expresar la acción del Espíritu Santo que consagra e impregna al bautizado, embelleciéndolo con carismas.
El sacramento se confiere mediante la unción del crisma en la frente, llevada a cabo por el obispo con la imposición de la mano y mediante las palabras: «Recibe el sello del Espíritu Santo que se te ha dado como don». El Espíritu Santo es el don invisible otorgado y el crisma es el sello invisible. Recibiendo en la frente el signo de la cruz con el óleo perfumando, el confirmando recibe una huella espiritual indeleble, el «carácter», que lo configura más perfectamente a Cristo y le da la gracias de propagar entre los hombres su «buen perfume» (cf. 2 Corintios 2,15).
Escuchamos de nuevo la invitación de san Ambrosio a los nuevos confirmandos. Dice así: «Recuerda, pues, que has recibido el signo espiritual […] y guarda lo que has recibido. Dios Padre te ha marcado con su signo, Cristo Señor te ha confirmado y ha puesto en tu corazón la prenda del Espíritu» (De mysteriis 7,42: csel 73,106; cf. ccc, 1303).
Es un don inmerecido del Espíritu, para acoger con gratitud, haciendo espacio a su creatividad inagotable. Es un don para custodiar con premura, para secunda con docilidad, dejándose plasmar, como cera, por su ardiente caridad, «que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 23).
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