Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro camino de catequesis sobre la oración, hoy y la próxima semana queremos ver cómo, gracias a Jesucristo, la oración nos abre de par en par a la Trinidad —al Padre, al Hijo y al Espíritu—, al mar inmenso de Dios que es Amor. Jesús es quien nos ha abierto el Cielo y nos ha proyectado en la relación con Dios. Ha sido Él quien ha hecho esto: nos ha abierto esta relación con el Dios Trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es lo que afirma el apóstol Juan, en la conclusión del prólogo de su Evangelio: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (1,18). Jesús nos ha revelado la identidad, esta identidad de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nosotros realmente no sabíamos cómo se podía rezar: qué palabras, qué sentimientos y qué lenguajes eran apropiados para Dios. En esa petición dirigida por los discípulos al Maestro, que a menudo hemos recordado durante estas catequesis, está todo el tanteo del hombre, sus repetidos intentos, a menudo fracasados, de dirigirse al Creador: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
No todas las oraciones son iguales, y no todas son convenientes: la Biblia misma nos atestigua el mal resultado de muchas oraciones, que son rechazadas. Quizá Dios a veces no está contento con nuestras oraciones y nosotros ni siquiera nos damos cuenta. Dios mira las manos de quien reza: para hacerlas puras no es necesario lavarlas, si acaso es necesario abstenerse de acciones malvadas. San Francisco rezaba: «Nullu homo ène dignu te mentovare», es decir ‘ningún hombre es digno de nombrarte’ (Cántico del hermano sol).
Pero quizá el reconocimiento más conmovedor de la pobreza de nuestra oración floreció de la boca de ese centurión romano que un día suplicó a Jesús que sanara a su siervo enfermo (cf. Mt 8,5-13). Él se sentía completamente inadecuado: no era judío, era oficial del odiado ejército de ocupación. Pero la preocupación por el siervo le hace osar, y dice: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (v. 8). Es la frase que también nosotros repetimos en cada liturgia eucarística. Dialogar con Dios es una gracia: nosotros no somos dignos, no tenemos ningún derecho que reclamar, nosotros «cojeamos» con cada palabra y cada pensamiento… Pero Jesús es la puerta que nos abre a este diálogo con Dios.
¿Por qué el hombre debería ser amado por Dios? No hay razones evidentes, no hay proporción… Tanto es así que en gran parte de las mitologías no está contemplado el caso de un dios que se preocupe por las situaciones humanas; es más, estas son molestas y aburridas, completamente insignificantes. Recordemos la frase de Dios a su pueblo, repetida en el Deuteronomio: «Piensa, ¿qué pueblo tiene a sus dioses cerca de sí, como vosotros me tenéis a mí cerca de vosotros?» ¡Esta cercanía de Dios es la revelación! Algunos filósofos dicen que Dios puede pensar solo en sí mismo. En todo caso, somos los humanos los que intentamos impresionar a la divinidad y resultar agradables a sus ojos. De aquí el deber de «religión», con la procesión de sacrificios y devociones a ofrecer continuamente para congraciarse con un Dios mudo, un Dios indiferente. No hay diálogo. Solo ha sido Jesús, solo ha sido la revelación de Dios antes de Jesús a Moisés, cuando Dios se presentó; solo ha sido la Biblia la que nos ha abierto el camino del diálogo con Dios. Recordemos: «¿Qué pueblo tiene a sus dioses cerca de sí como tú me tienes a mí cerca de ti?» Esta cercanía de Dios que nos abre al diálogo con Él.
Un Dios que ama al hombre, nosotros nunca hubiéramos tenido la valentía de creerlo, si no hubiéramos conocido a Jesús. El conocimiento de Jesús nos ha hecho entender esto, nos ha revelado esto. Es el escándalo que encontramos grabado en la parábola del padre misericordioso, o en la del pastor que va en busca de la oveja perdida (cfr. Lc 15). Historias de este tipo no hubiéramos podido concebirlas, ni siquiera comprenderlas, si no hubiéramos encontrado a Jesús. ¿Qué Dios está dispuesto a morir por los hombres? ¿Qué Dios ama siempre y pacientemente, sin pretender ser amado a cambio? ¿Qué Dios acepta la tremenda falta de reconocimiento de un hijo que pide un adelanto de la herencia y se va de casa malgastando todo? (cf. Lc 15,12-13).
Es Jesús que nos revela el corazón de Dios. Así Jesús nos cuenta con su vida en qué medida Dios es Padre. Tam Pater nemo: ‘Nadie es Padre cómo Él.’ La paternidad que es cercanía, compasión y ternura. No olvidemos estas tres palabras que son el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. Es el modo de expresar su paternidad con nosotros. Nosotros imaginamos con dificultad y muy de lejos el amor del que la Santísima Trinidad está llena, y qué abismo de mutua benevolencia existe entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los iconos orientales nos dejan intuir algo de este misterio que es el origen y la alegría de todo el universo.
Sobre todo, estaba lejos de nosotros creer que este amor divino se expandiría, alcanzando nuestra orilla humana: somos el fin de un amor que no tiene igual en la tierra. El Catecismo explica: «La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre» (n. 2664). Y esta es la gracia de nuestra fe. Realmente no podíamos esperar vocación más alta: la humanidad de Jesús
—Dios se ha hecho cercano en Jesús— ha hecho disponible para nosotros la vida misma de la Trinidad, ha abierto, ha abierto de par en par esta puerta del misterio del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.