Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy comenzamos una serie de catequesis sobre el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Este libro bíblico, escrito por San Lucas Evangelista, nos habla del viaje –de un viaje: pero, ¿de qué viaje? Del viaje del Evangelio en el mundo y nos muestra la maravillosa unión entre la Palabra de Dios y el Espíritu Santo que inaugura el tiempo de la evangelización. Los protagonistas de los Hechos son realmente una «pareja» viva y efectiva: la Palabra y el Espíritu.
Dios «envía a la tierra su mensaje» y «a toda prisa corre su palabra», dice el Salmo (147, 4). La Palabra de Dios corre, es dinámica, riega todo el terreno en el que cae. ¿Y cuál es su fuerza? San Lucas nos dice que la palabra humana se hace efectiva no gracias a la retórica, que es el arte del hermoso discurso, sino gracias al Espíritu Santo, que es la dýnamis de Dios, la dinámica de Dios, su fuerza, que tiene el poder de purificar la palabra, para hacerla portadora de vida. Por ejemplo, en la Biblia hay historias, palabras humanas; pero, ¿cuál es la diferencia entre la Biblia y un libro de historia? Que las palabras de la Biblia están tomadas del Espíritu Santo, que da una fuerza muy grande, una fuerza diversa y nos ayuda para que la palabra sea semilla de santidad, semilla de vida, que sea eficaz. Cuando el Espíritu visita la palabra humana, se vuelve dinámico, como «dinamita», que es capaz de iluminar corazones y hacer saltar patrones, resistencias y muros de división, abriendo nuevos caminos y expandiendo los límites del pueblo de Dios. Y esto lo veremos en el recorrido de estas catequesis, en el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Quien da vibrante sonoridad e incisividad a nuestra frágil palabra humana, incluso capaz de mentir y escapar de sus responsabilidades, es solo el Espíritu Santo, por medio del cual se generó el Hijo de Dios; el Espíritu que lo ungió y lo sostuvo en la misión; El Espíritu gracias al cual escogió a sus apóstoles y que garantizó a su anuncio la perseverancia y la fecundidad, como se las garantiza también hoy a nuestro anuncio.
El Evangelio termina con la resurrección y la ascensión de Jesús, y la trama narrativa de los Hechos de los Apóstoles comienza aquí, desde la sobreabundancia de la vida del Resucitado transfundida en su Iglesia. San Lucas nos dice que Jesús «se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios» (Hechos 1, 3). El Resucitado, Jesús Resucitado, hace gestos muy humanos, como compartir una comida con los suyos, y los invita a esperar confiadamente el cumplimiento de la promesa del Padre: «seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Hechos 1, 5).
El bautismo en el Espíritu Santo, de hecho, es la experiencia que nos permite entrar en una comunión personal con Dios y participar en su voluntad salvadora universal, adquiriendo el don de la parresía, la valentía, es decir, la capacidad de pronunciar una palabra «como hijos de Dios», no solo como hombres sino como hijos de Dios: una palabra clara, libre, efectiva, llena de amor por Cristo y por los hermanos.
Por lo tanto, no hay que luchar para ganar o merecer el don de Dios. Todo se da gratis y a su debido tiempo. El Señor da todo gratuitamente. La salvación no se compra, no se paga: es un don gratuito. Frente a la ansiedad de saber de antemano el momento en que sucederán los eventos anunciados por Él, Jesús responde a los suyos: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hechos 1,7-8).
El Resucitado invita a sus seguidores a no vivir el presente con ansiedad, sino a hacer una alianza con el tiempo, a saber cómo esperar el desenlace de una historia sagrada que no se ha interrumpido sino que avanza, va siempre hacia adelante; a saber cómo esperar los «pasos» de Dios, Señor del tiempo y del espacio. El Resucitado invita a su gente a no «fabricar» la misión por sí mismos, sino a esperar que el Padre dinamice sus corazones con su Espíritu, para poder involucrarse en un testimonio misionero capaz de irradiarse de Jerusalén a Samaria e ir más allá de las fronteras de Israel para llegar a las periferias del mundo.
Esta espera los apóstoles la viven juntos, la viven como la familia del Señor, en la sala superior o cenáculo, cuyos muros aún son testigos del regalo con el que Jesús se entregó a los suyos en la Eucaristía. ¿Y cómo aguardan la fortaleza, la dýnamis de dios? Rezando con perseverancia, como si no fueran tantos sino uno. Rezando en unidad y con perseverancia. De hecho, es a través de la oración como uno supera la soledad, la tentación, la sospecha y abre su corazón a la comunión. La presencia de las mujeres y de María, la madre de Jesús, intensifica esta experiencia: primero aprendieron del Maestro a dar testimonio de la fidelidad del amor y la fuerza de la comunión que supera todo temor.
También le pedimos al Señor la paciencia para esperar sus pasos, para no querer «fabricar» nosotros su obra y para permanecer dóciles rezando, invocando al Espíritu y cultivando el arte de la comunión eclesial.
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