Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la lectura de los Hechos de los Apóstoles, prosigue el viaje del Evangelio por el mundo y el testimonio de san Pablo está cada vez más marcado por el sello del sufrimiento. Pero esto es algo que crece con el tiempo en la vida de Pablo. Pablo no es sólo el evangelizador ardiente, el intrépido misionero entre los paganos que da vida a las nuevas comunidades cristianas, sino también el testigo sufriente del Resucitado (cf. Hechos 9, 15-16).
La llegada del apóstol a Jerusalén, descrita en el capítulo 21 de los Hechos, desencadena un odio feroz hacia él, que le reprochan: «¡Pero éste era un perseguidor! ¡No os fieis!». Como lo fue para Jesús, Jerusalén también es una ciudad hostil para él. Cuando fue al templo, lo reconocieron, lo sacaron para lincharlo y fue salvado in extremis por los soldados romanos. Acusado de enseñar contra la Ley y el Templo, fue arrestado y comenzó su peregrinaje como prisionero, primero ante el sanedrín, luego ante el procurador romano en Cesarea y finalmente ante el rey Agripa. Lucas destaca la similitud entre Pablo y Jesús, ambos odiados por sus adversarios, acusados públicamente y reconocidos como inocentes por las autoridades imperiales; y así Pablo se asocia con la pasión de su Maestro, y su pasión se convierte en un evangelio vivo. Yo vengo de la basílica de San Pedro y allí tuve mi primera audiencia esta mañana con peregrinos ucranianos de una diócesis ucraniana. ¡Cómo ha sido perseguida esta gente, cuánto ha sufrido por el Evangelio! Pero no negociaron la fe. Son un ejemplo. Hoy en el mundo, en Europa, muchos cristianos son perseguidos y dan la vida por su fe, o son perseguidos con guante blanco, es decir, apartados, marginados… El martirio es el aire de la vida de un cristiano, de una comunidad cristiana. Siempre habrá mártires entre nosotros: esta es la señal de que vamos por el camino de Jesús. Es una bendición del Señor, que haya en el pueblo de Dios alguno o alguna que dé este testimonio de martirio.
Pablo es llamado a defenderse de las acusaciones, y al final, en presencia del rey Agripa II, su apología se convierte en un testimonio eficaz de fe (cf. Hechos 26, 1-23).
Luego Pablo cuenta su propia conversión: Cristo resucitado lo hizo cristiano y le confió la misión entre las naciones, «para que se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y para que reciban el perdón de los pecados y una parte de la herencia, entre los santificados mediante la fe en mí» (v. 18). Pablo obedeció este mandato y no hizo otra cosa que mostrar cómo los profetas y Moisés predijeron lo que ahora anuncia él: «que el Cristo había de padecer y que, después de resucitar el primero de entre los muertos, anunciaría la luz al pueblo y a los gentiles» (v. 23). El testimonio apasionado de Pablo toca el corazón del rey Agripa, a quien sólo le falta el paso decisivo. Y así dice el rey: «¡Por poco con tus argumentos haces de mí un cristiano!» (v. 28). Pablo es declarado inocente, pero no puede ser liberado porque ha apelado al César. Así continúa el viaje imparable de la Palabra de Dios a Roma. Pablo, encadenado, terminará aquí en Roma.
A partir de este momento, el retrato de Pablo es el de un prisionero cuyas cadenas son el signo de su fidelidad al Evangelio y del testimonio dado al Resucitado.
Las cadenas son ciertamente una prueba humillante para el Apóstol, que aparece al mundo como un «malhechor» (2 Timoteo 2, 9). Pero su amor a Cristo es tan fuerte que incluso estas cadenas se leen con los ojos de la fe; fe que para Pablo no es «una opinión sobre Dios y sobre el mundo» sino el «impacto del amor de Dios en su corazón, […] es amor a Jesucristo». (Benedicto XVI, Homilía con ocasión del Año Paulino, 28 de junio de 2008).
Queridos hermanos y hermanas, Pablo nos enseña la perseverancia en la prueba y la capacidad de leer todo con los ojos de la fe. Hoy pedimos al Señor, por intercesión del apóstol, que reviva nuestra fe y nos ayude a ser fieles hasta el final de nuestra vocación de cristianos, de discípulos de los discípulos del Señor, de misioneros.
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