Fecha: 9 de enero de 2022
Con la solemnidad de la Epifanía del Señor y la fiesta del Bautismo de Jesús en el Jordán termina el tiempo litúrgico de Navidad. En el relato de la llegada de los Magos a la casa en la que encontraron al Niño con María su madre, san Mateo nos narra cuál fue la reacción de estos personajes: «cayendo de rodillas lo adoraron. Después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra» (Mt 2,11). En el Niño encontraron al Dios a quien buscaban, reconocieron su grandeza adorándolo y manifestaron su gratitud ofreciéndole regalos. Vivieron ese encuentro con el sentimiento de una religiosidad auténtica, que es la de aquellos que saben que la primera obligación de todo ser humano es alabar, bendecir, adorar, glorificar y dar gracias a Dios por su inmensa gloria.
Posiblemente en nuestra vivencia de la fe se ha oscurecido la conciencia de que, como criaturas que somos, tenemos una obligación esencial para con Dios: el deber de prestarle el homenaje de nuestro reconocimiento y de nuestra gratitud. Hoy hemos perdido el sentido de la adoración. En muchos casos esto puede deberse a una actitud de orgullo y de autosuficiencia que fomenta la cultura científicotécnica que nos envuelve: el hombre de hoy se siente más grande y poderoso de lo que seguramente es en realidad; se resiste a reconocer la propia pequeñez porque lo considera una humillación; en definitiva, se adora tanto a sí mismo que ha perdido la capacidad de adorar a Dios.
Hay otra característica en la religiosidad de hoy. El deseo de una mayor autenticidad ha conducido a muchos a prescindir de cualquier norma o ley en la práctica religiosa. Se vive una oposición entre el amor a Dios y los deberes para con Él, entre sentimiento y ley; se piensa que una religión que tiene unas normas no conduce a vivir un auténtico amor a Dios. Hay muchas personas que reconocen que son creyentes, pero que rezan o participan en la Eucaristía cuando tienen una necesidad, o cuando sus sentimientos interiores las impulsan a buscar un momento de paz que les permita afrontar sus problemas. Actualmente muchos bautizados no tienen conciencia de que el domingo es el día del Señor o no saben que participar en la Eucaristía dominical es un deber para con Dios. Este modo de vivir la fe no pone a Dios en el centro, sino que nace de un corazón que únicamente piensa en sí mismo.
La virtud de la religión, que nos recuerda los deberes que en justicia tenemos para con Dios, es la que nos lleva a tener una relación correcta con Él y la que nos indica el verdadero camino para crecer en su amistad. La justicia para con Dios y para con las personas es la primera manifestación de un amor auténtico y el primer paso para crecer en él. Quien de verdad ama a Dios, en la oración piensa primero en Él y se olvida de sí mismo. Es lo que Jesús nos enseñó en el Padrenuestro: en las tres primeras peticiones no exponemos nuestras necesidades o problemas, sino que manifestamos nuestro deseo de que el nombre «de Dios» sea santificado, de que venga «su» reino y de que se haga «su» voluntad. Sólo en un segundo momento le exponemos nuestras necesidades, porque la fe nos lleva a amar a Dios más que a nosotros mismos. Quien de verdad vive de este modo su relación con Él encuentra su alegría en el cumplimiento de su ley.