Fecha: 10 de julio de 2022
Estimados y estimadas. Desde que fue reconocida la libertad de expresión, el concepto de «censura» ha dejado de estar vigente, al menos oficialmente. De hecho, sigue habiendo tipos de censura «no oficiales». Uno de estos tipos de censura es lo que el monje y antropólogo Lluís Duch llamaba «autocensura», es decir, la censura que el propio autor se pone. Otro tipo de censura ― «censura velada», por utilizar la expresión de Jesús Montiel (La última rosa) ― es la que afecta a las creencias religiosas, no a causa de la laicidad legítima del Estado y de la sociedad, sino a causa del laicismo militante que impregna toda nuestra cultura.
El diario La Vanguardia dio a conocer, en el suplemento Cultures del 24 de diciembre de 2021, a una serie de jóvenes autores que han escrito sobre su experiencia religiosa. Ya hicimos mención hace unos meses. Hoy volvemos a comentar. Se trata de autores que sienten la libertad de manifestar su confesionalidad, a pesar de reconocerse ciudadanos de un Estado y una cultura laica. Ignacio Peyró (Un aire inglés), por ejemplo, es consciente de que vive en un mundo que pese a haber dejado de ser católico «inercialmente», no ha impedido que «el catolicismo siga sufriendo la hostilidad que tenía cuando era hegemónico». Ana Iris Simon (Feria) está convencida de que los ataques hacia su persona vienen dados por su creencia en la existencia de un sentido de la vida, de una trascendencia, que no encaja en un mundo en el que el materialismo ha dado paso al nihilismo más absoluto y chapucero. Jesús Montiel percibe claramente en los jóvenes de su generación «un redescubrimiento de la creencia, un cansancio del nihilismo y una reivindicación de lo sagrado. Quizás esto ocurra porque la modernidad ha fracasado estrepitosamente. Es evidente que hay sed de significado». También Juana Dolores (Bisutería) afirma que estamos en una época en la que se criminalizan las ideas religiosas, sin darnos cuenta de que el cristianismo, a pesar de los aspectos negativos que también comporta, nos ha dado los mejores valores de nuestra cultura. Pablo d’Ors (Biografía de la luz), sacerdote católico, suele abogar por una lectura culturalmente cristiana de la realidad, no necesariamente confesional. Según Antonio Soler (Sacramento) está claro que culturalmente todos somos cristianos, incluso aquellos que lo rechazan. Es lo que también sostiene Juan Manuel de Prada (Una biblioteca en el oasis) cuando califica la pérdida de la cultura católica como un «suicidio civilizatorio». Ada Castells (El dit de l’àngel) es más contundente: «La presión que el ecosistema cultural, tradicionalmente ateo, ejerce sobre los creyentes es algo que todo el mundo conoce, pero del que nadie habla». De hecho, algunos escritores entrevistados han llegado a asegurar que no hacen público su credo porque saben que, automáticamente, serán considerados como «autores de veta de mercado», cuando no directamente despreciados.
Ya lo decía Pilar Rahola en un artículo publicado en la última Pascua: Nos encontramos con «un anticlericalismo que no se escandaliza con todas las religiones, sino especialmente con la cristiana, derivando con frecuencia hacia una patética cristianofobia».
Vuestro,