Fecha: 10 de enero de 2021
Para un porcentaje elevadísimo de cristianos la Navidad es una fiesta entrañable no sólo por la calidez humana con la que hemos envuelto su celebración sino por el cumplimiento de las promesas que Dios ha establecido para la humanidad. Un año más hemos vivido, con todas las limitaciones que han impuesto las autoridades con motivo de la COVID-19, el nacimiento del Enmanuel, del Dios-con-nosotros. Es un acontecimiento objetivo que se celebra y que se nos pide una actitud personal adecuada, un corazón abierto al misterio, un interior repleto de fe que supera todas las dificultades exteriores y lanza a una actuación constante en coherencia y caridad.
Hemos celebrado la Vida. Ha nacido el Salvador. Hemos vivido con alegría y esperanza el hecho más importante de nuestra cosmovisión cristiana. Unos días después os sugiero la misma pregunta que muchos se repiten en los diversos ámbitos de convivencia: ¿hemos cambiado algunas de nuestras costumbres para asemejarlas mejor al mensaje de Jesucristo?, ¿hemos vivido una Navidad más auténtica aplicando la ternura y la confianza en nuestras relaciones? Seguro que cada uno de los lectores tiene una respuesta conveniente. Sólo os pido que sea más exigente, que se acerque más a los parámetros en los que nos ha situado el propio Señor.
En esta situación en la que han fallecido más de 70.000 personas, sobre todo ancianos, en nuestro país, se aprueba una ley para continuar matando con unas débiles apreciaciones de garantía personal de dudosa viabilidad; no restringe su aplicación sino que la universaliza. Se repite hasta la saciedad lo de derecho a morir, la dignidad de la muerte, la libertad incondicional del ser humano ante decisiones de gran trascendencia. Algunos saludaban con alborozo la aprobación de la conocida ley de la eutanasia. Me pareció muy triste que, celebrando la Vida, se presente como un triunfo lo que significa el reconocimiento de un gran fracaso social (ya que, según tantos profesionales y organizaciones de asistencia a los enfermos terminales, hay que potenciar los cuidados paliativos, reduciendo o eliminando el dolor al enfermo.
Esta ley que permite que el sistema sanitario de nuestro país ponga fin a la vida de un ser humano, está siendo alabada por algunos de los que se escandalizan del abultado número de ancianos fallecidos por la pandemia, incluso por personas que critican severamente la falta de recursos para atajar tanta sangría ¿No suena esto a contradicción? ¿(Dónde nos situamos en la vida o en la muerte? Da la impresión de una agenda establecida para imponer una determinada ideología ampliando unos llamados derechos no reflejados en el conjunto de normas de aplicación universal.
Aunque el tema de la defensa de la vida no es estrictamente religioso, sino social y válido para la totalidad del género humano, los cristianos nos situamos claramente en contra de esta ley injusta que mata y no da vida; que aniquila al ser humano y no lo cuida, que a caballo de una pretendida compasión por el dolor personal, acaba con su existencia. Los cristianos defenderemos la vida como lo muestra la gran cantidad de geriátricos gestionados por gente de Iglesia. Los cristianos apostamos por hablar, por comunicar nuestras convicciones, por expresar nuestra fe con libertad, por ser tratados dignamente tras unas actuaciones benéficas para todos. No hemos sido escuchados por los legisladores en esta cuestión trascendental; tampoco se han dignado pedir la opinión al conjunto del personal sanitario o a los comités de bioética creados al efecto. Quienes presumen de diálogo con expertos, no lo han hecho en esta ocasión, ¿qué modo de proceder es éste?