Fecha: 27 de septiembre de 2020
Venimos diciendo unas cosas que, según se entiendan, merecerían rechazo o burla. Porque damos a entender que ¡la crisis no es del todo mala!, pues nos permite crecer y avanzar… En quien lo está pasando realmente mal esto ha de sonar casi a insulto. Quisiéramos evitar esta interpretación. Más bien al contrario, deseamos ver algo de luz y ofrecer ayuda para atravesar estos tiempos oscuros.
No nos avergonzamos de lo que decimos, por la misma razón que proclamamos con Jesús, convencidos y entusiasmados (ojalá con su mismo tono de voz):
“¡Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados!” (Mt 5,5)
Como el resto de las bienaventuranzas, ésta es una auténtica aclamación pública. Es una especie de grito mesiánico, una declaración de esas que la humanidad entera esperaría escuchar: ¡las lágrimas no son la última palabra, el sufrimiento acabará, la crisis tiene su fin!
Pero hemos de identificar quiénes son esos que en boca de Jesús merecen ser felicitados, a pesar de su padecimiento. Porque hay quienes lloran con rabia y odio, hay quienes lo hacen abatidos por la desesperación y hay quienes incluso se afligen por sentir su orgullo herido. Jesús, por el contrario, se refiere a aquellos que lloran porque son víctimas, porque arrastran debilidad, o porque reconocen sus errores (lágrimas de penitencia), o más aún, porque son justos y se han decidido a amar con todas las consecuencias. Aquí radica el secreto de la bienaventuranza: que las lágrimas del justo, que a lo largo de los siglos, en el Antiguo Testamento por ejemplo y hoy mismo, aparecen como verdadero escándalo, motivo incluso de protesta y negación de Dios, son secadas. Jesús quiere proclamar la preferencia de amor de Dios por los débiles, los que son machacados por la vida a pesar de (o incluso a causa) de su inocencia.
Así entendemos por qué algunos prefieren traducir la bienaventuranza de esta forma: “¡Bienaventurados los que saben sufrir…!” Por un lado, es una expresión válida: no podemos llamar a alguien bienaventurado por el simple hecho de que sufre, sino porque ha aprendido a vivir el sufrimiento sin hundirse en la desesperación; es capaz de atravesar la aflicción, porque ha hallado sentido a sus lágrimas y sabe que el camino, por duro que sea, acaba en la alegría. Pero las palabras “saber sufrir” no nos gustan, pues suenan a esas recomendaciones que nos llegan invitándonos a practicar métodos físicos y psicológicos, que logran calmar el dolor. Los Santos Padres repetían que el Evangelio era algo muy distinto de las escuelas filosóficas como los estoicos. El evangelio de Jesucristo no es un calmante, ni una técnica.
Para entender y vivir esta bienaventuranza en plena crisis, uno ha de experimentar algo fundamental: se ha de dejar encontrar por Jesucristo, escucharle, creer en Él y seguirle.
Es lo más sorprendente, paradójico y original de nuestra fe. Jesucristo es realmente la respuesta de Dios a nuestro sufrimiento. Pero no es el médico que observa, diagnostica, receta y se va, sino que quiso hacerse presente, asumir, impregnarse de la crisis, llenarse del dolor, para devolver la salud y la alegría a toda la humanidad sufriente (“se despojó de sí mismo, se humilló hecho obediente hasta la muerte”: Fil 2,6.8)
Esto es lo que nos permite proclamar la bienaventuranza sin avergonzarnos, convencidos y alegres. Se trata de una experiencia religiosa vivida en el tú a tú de la relación de fe y de amistad. Situarnos ante Él, escucharle, dialogar con Él, seguirle. Y en un momento de la conversación oír que nos habla al oído: “Vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Jn 16,20).