Fecha: 11 de diciembre de 2022
Estimadas y estimados. Jesús no sentía ninguna predilección por los poderosos de este mundo. El mismo elogio a Juan Bautista que vemos en el Evangelio de este tercer domingo de Adviento (Mt 11,2-11) lo deja entrever, alabando también a la gente que iba al desierto a ver al Precursor: «¿Qué fueron a ver al desierto? […] ¿A un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.» (Mt 11,7-8). Quienes iban al desierto no eran de aquellas personas que se dejan seducir por la pompa y el lujo de los poderosos de la tierra. Los oyentes de Juan no habrían sido probablemente seguidores asiduos de los programas que hoy se especializan en los reportajes sobre la vida social e íntima de los famosos de turno, de los reyes y de los aristócratas.
Por mucho que el Evangelio contenga el mandamiento de la obediencia a las leyes justas de la autoridad civil, Jesús, a menudo, habla de los gobernantes y de los reyes en un sentido peyorativo, que no predispone al respeto y a la alabanza incondicionales. En este sentido, resalta el despotismo real. Dice Jesús: «Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así» (Lc 22,25-26)). Por otra parte, anuncia la futura acción persecutoria de las autoridades reales contra la Iglesia: «A causa de mí, seréis llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles» (Mt 10,18). De ahí que Jesús se sienta identificado con la causa de Juan y le salga este gran elogio: «Os aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista» (Mt 11,11). De hecho, en el momento de este elogio por parte de Jesús, Juan se encuentra en prisión, la residencia habitual de los profetas, porque se ha enfrentado intrépidamente con Herodes que más tarde le hará decapitar (cf. Mt 14,10). Con toda esta panorámica, ni Jesús ni Juan darían el tipo del prelado cortesano y lazarillo del monarca. El sol de la grandeza de los reyes les deja indiferentes.
Tanto Jesús como Juan admiten la autoridad, pero se permiten criticarla. No es una contradicción. Es una forma humana y digna de obedecer y contribuir al bien común. La crítica puede ser constructiva. Es lo contrario de la adulación, que siempre es disolvente y destructiva. Quien adula a la autoridad la corrompe: la tienta para que se vuelva antisocial e irresponsable.
Como afirma el Concilio Vaticano II, la Iglesia «no debe poner su esperanza en los privilegios que la autoridad civil le concede; más bien renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos, siempre que conste que su uso pueda poner en duda la sinceridad de su testimonio […]. Pero que siempre y en todas partes le sea permitido predicar la fe con verdadera libertad» (GS 76). Es de Jesucristo y de los profetas de quienes la Iglesia ha aprendido a «exponer su juicio moral, incluso sobre cosas que afectan al orden político, cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas» (GS 76). Y es de Jesucristo y de los profetas de quienes la Iglesia ha aprendido a criticarse enérgicamente sus propios defectos —pasados o actuales—, para conocerlos y corregirse de ellos (cf. GS 43).
Vuestro.