Fecha: 3 de septiembre de 2023
La vida de cada uno es un continuo proceso donde unos acontecimientos o unas sensibilidades se solapan y no acabamos de distinguir las separaciones de los hechos en el tiempo o las diferencias que cada uno de ellos provocan en nosotros. A pesar de ello es cierto que la magnitud “tiempo” es fundamental para la memoria y para el proyecto; el ser humano necesita encajar en ese casillero temporal los momentos más impactantes de su vida que han motivado alegría o tristeza.
Lo mismo ocurre con las instituciones o con los movimientos colectivos. Parecen todos los períodos iguales pero cada uno de ellos tiene su singularidad que los identifica. Y esto ocurre cuando hablamos de los cursos. Hace un mes despedíamos y agradecíamos un curso. Ahora, sólo cuarenta días después, hablamos de uno nuevo. Y nos referimos a un sujeto, la diócesis de Lleida, que reúne a varios miles de católicos con idéntica base doctrinal y con un ejercicio vital que se concreta en las palabras y los hechos de Jesús de Nazaret. Esto vivido y transmitido por la Iglesia durante dos mil años y con la pretensión de que llegue este mensaje a todos los pueblos de la tierra.
Nuestra diócesis es muy antigua y muchas personas han compartido su fe en este espacio determinado y han legado su experiencia eclesial de generación en generación hasta llegar a nosotros. Les agradecemos su servicio y pedimos a Dios que, por la intercesión de los santos que han poblado estas tierras, nos ayuden a ser más auténticos en la fe y a transmitirla con coraje.
Este curso que ahora se inicia ha de ser un nuevo regalo y un reto. Es un tiempo nuevo que debemos aprovechar para una ayuda mutua entre los creyentes y entre las comunidades. También para retomar el ánimo y predicar con nuestra propia vida el mensaje de Cristo a todos aquellos que han abandonado o se han cansado de seguirlo. Queremos aportar a toda la sociedad nuestra misión de servicio colaborando con todos en crear grupos humanos donde la dignidad de la persona sea un referente esencial porque concreta de modo manifiesto el amor de Dios a cada uno; queremos ayudar a vivir la fraternidad anunciada por Jesucristo; queremos priorizar, desde nuestro esfuerzo y las tareas ordinarias, nuestra atención a los que más sufren: enfermos, sin techo, emigrantes, excluidos o descartados, ancianos o quienes viven en una soledad no buscada; queremos, en definitiva, vivir y enseñar la solidaridad entre los seres humanos, que nace y está motivada por la caridad. Recordad aquel texto de san Pablo (1Cor 13, 13): “En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor”.
En este primer escrito deseo señalar unas actitudes necesarias tanto en la vida personal como comunitaria que ayudarán a afrontar este tiempo con nuevos bríos evitando el desencanto y la rutina. Dejaremos para un segundo escrito los contenidos que entre todos hemos trabajado y nos hemos comprometido. Ambos con el marco de las propuestas del Papa para la Iglesia universal.
Deseo que todos los cristianos, yo mismo el primero, cultivéis la confianza en el Señor y que la prolonguéis a todos los que os rodean. Será posible si tenéis tiempo para la oración, para la práctica sacramental y para el ejercicio de la caridad. Que hagáis realidad la coherencia entre la fe y las acciones diarias. Que seáis personas de esperanza. Que tengáis valentía para manifestar vuestra fe. Que viváis con alegría el servicio diario a los necesitados. Que seáis claros, transparentes, buscando siempre la unidad y la comunión.
Acabo invitando a los tres acontecimientos diocesanos: fiesta del envío (21 de septiembre), Misa del Crisma (26 de abril) y Asamblea Diocesana (25 de mayo). Es un motivo de alegría encontrarnos todos, sacerdotes, vida consagrada y laicos, para hacer visible el bien de la fe.