Fecha: 5 de enero de 2025

Vivimos esta fiesta religiosa mirando el rostro de los más pequeños de la familia y quizás esperando que nos llegue algún obsequio de los más cercanos. Porque es el día de los regalos que hacemos y nos hacen. Es un día en el que brilla con más intensidad la sonrisa y, recordando nuestra infancia, un gran deseo de bondad; aunque reconocemos que la bondad no es exclusiva del mundo infantil, permanece inserta en el corazón de los seres humanos durante toda su existencia. Algunos me diréis que también abunda lo contrario, la maldad, que es un sentimiento que produce palabras, deseos y acciones que perjudican a nuestros semejantes. Es la eterna cuestión que tantas veces se plantea, la existencia del bien y del mal en nuestro mundo, y que provoca diversas y contradictorias teorías y respuestas ante ello. Los creyentes poseemos la nuestra que la explica con claridad el estudioso, padre Tomás Spidlik: “No obstante, en el fondo, esta concepción (el dualismo cósmico) contradice la revelación cristiana. Todo lo que existe ha sido creado por Dios y todo lo que Dios ha creado es bueno. Por tanto no se puede admitir la existencia de una fuerza del mal independiente de Dios, contemporánea a Él, ni se puede admitir que exista un ser malo desde el principio por naturaleza”. Explica más adelante el mismo autor el combate que todo ser humano, libre y voluntariamente, entabla para disminuir el mal que su interior produce y acrecentar el bien.

En cualquier caso no es un día para disquisiciones filosóficas sino para disfrutar y agradecer tanta sonrisa y tantos rostros felices a nuestro alrededor. Os recuerdo el hecho de la celebración de este día, llamado Día de Reyes, o con más propiedad, la Epifanía o manifestación del Niño, recién nacido al mundo entero que queda representado por estos tres personajes ajenos al pueblo escogido por Dios. Lo relata con mucha naturalidad y sencillez el evangelio de san Mateo: “Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?… entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra”. Con cuatro palabras resume el texto la importancia de esta celebración, de esta fiesta tan popular y con tanto arraigo en la cultura occidental: sorpresa, búsqueda, adoración y regalo. Así les ocurrió a estos personajes y también se prolonga esa misma disposición a lo largo de la historia y se hace presente entre nosotros.

Es un día de preguntas y sorpresas ante lo desconocido; es una ocasión de búsqueda de la persona concreta, en este caso de Cristo; es un momento de adoración y reconocimiento ante el Niño en su pequeñez y fragilidad; es una situación que nos mueve a ofrecer lo mejor de cada uno para llenar de sentido la vida de los demás. Todo esto nos afecta a los adultos. Seguramente sería un día óptimo para hablar de los niños, de sus cuidados familiares, de su educación, de la transmisión de la fe y de los valores y virtudes que la acompañan, de su crecimiento y adaptación a la sociedad que les acoge, de sus exigencias y de las obligaciones que adquieren ante tanto cuidado.

En ese mundo infantil habría que hablar también de una fiesta que no acaba con las horas del final de la noche cuando se han terminado las sonrisas y las sorpresas, sino que nos compromete el resto del año a los padres y familia en general, a los sacerdotes y catequistas, a los maestros y responsables de asociaciones de infancia y tiempo libre; a la sociedad en general. Condición: si la actuación de todos es exigente y comprensiva con los más pequeños; si les damos cariño y afecto que desborda nuestro propio ser; si no nos aprovechamos nunca de su inferioridad y somos ejemplo y modelo de integración en el camino del servicio y la solidaridad que comporta la felicidad.